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“Siempre supe que iba a ser escritor”

24 de abril de 2023

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Tenía esos rasgos achinados y mulatos, mezcla infinita de la fisonomía del ser cubano. Cuando me lo topaba, solía asociarlo con la imagen del pintor Wifredo Lam. Seducía primero por su apariencia de hombre enigmático, risueño, bonachón y aplomado y luego, por la fascinación que despertaban sus disertaciones sobre la literatura y los modos de narrar.

El Chino Heras fue siempre un hombre querido por sus compañeros de generación, con los cuales compartió la epopeya del triunfo revolucionario. Asumió los riesgos propios de la lucha clandestina contra la tiranía batistiana y los sacrificios impuestos por las nobles misiones que como educador y artillero le hicieron entregarse en cuerpo y alma a Cuba.

Su armonía con la vida y su capacidad para el perdón no las perturbó ni la más enconada incomprensión de quienes enturbiaron el ambiente cultural de los años 70.

Al dejar este mundo había recibido numerosos lauros y reconocimientos concedidos a un escritor de nuestro país, como el Premio Nacional de Literatura (2014) y el Premio Nacional de Edición (2001). Es un referente de la cuentística del patio con títulos como La guerra tuvo seis nombres, Los pasos en la hierba, Acero, A fuego limpio y Cuestión de principios. Compartió esa vasta experiencia con sus alumnos desde que se graduó en 1958 en la Escuela Normal de Maestros de La Habana hasta dejar en buenas manos el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, que fundó y dirigió por más de 20 años.

En él convivieron el periodista con un aporte sistemático a la crítica artística y literaria, el editor fundador de Letras Cubanas, el director del Fondo Editorial de la Casa de las Américas, con el promotor que admiraba y compartía en antologías y publicaciones la obra de sus contemporáneos.

Disfruté mucho cada entrevista que le realicé. Contestaba a las preguntas con cierta timidez y una inspiradora modestia. Esta que le realicé en el espacio Encuentro con… en el año 2007 me permitió hurgar en sus consideraciones sobre el arte escritural y entender que el Chino Heras estaba predestinado a la literatura:

«Es una cosa rara que me pongo a pensar muchas veces. El primer recuerdo que tengo de mi infancia fue la fiesta que me dieron cuando cumplí cinco años; una emoción tan fuerte que me borró prácticamente todo lo anterior, y pienso que mi niñez empieza cuando cumplí cinco años.

«Nací en La Habana, en el Cerro y soy hijo de gente muy pobre: mi madre era campesina y mi padre empleado público, pero también poeta, de esos de principios de siglo, neorromántico. Vivía la poesía muy intensamente, era un hombre de extrema sensibilidad. Recuerdo que escuchaba a los decimistas por radio y lloraba a mares con las décimas del Indio Naborí y de Chanito Isidrón.

«Escribí mi primer poema cuando tenía nueve años. La poesía fue mi amor original y todavía lo sigue siendo. Siempre supe que iba a ser escritor.

«Cuando cumplí 12, en 1952, quedé huérfano de padre y comenzamos entonces a pasar una miseria espantosa, casi nos moríamos de hambre. Tuve que dedicarme a todos los oficios a los que se podía dedicar un niño pobre de la época, como limpiar zapatos, vender periódicos, billetes de lotería… durante muchos años.

 

 

«No quiere decir esto que no estudiara, porque mi madre era una mujer de mucha determinación. Tenía un gran carácter y se sacrificó hasta lo indecible para que nosotros pudiéramos trabajar. Así estudiamos la primaria, la Secundaria y luego estudié magisterio. El triunfo de la Revolución me agarra en la Escuela Normal de La Habana, con varios cuadernos de poesía inéditos que solamente enseñaba a mis amigos».

—¿Por qué abandonaste la poesía a la vista pública y al parecer el cuento se convirtió en el mejor vehículo de expresión?

—Soy una especie de poeta vergonzante, pero sigo escribiendo mis poemas. Cuando la dirección política de las Fuerzas Armadas convocó al primer concurso 26 de Julio, en el año 1963, gané. El presidente del jurado era el Indio Naborí y los poemas salieron publicados en Verde Olivo.

Siempre lo he dicho y lo vuelvo a repetir: mi vida se divide en dos mitades, una antes de Playa Girón y otra después. El haber sido combatiente en esa batalla de Playa Girón me cambió para siempre. Ernest Hemingway tenía razón cuando decía que una experiencia así hacía madurar tempranamente a quienes participaban en ella. Creo que maduré porque le vi el rostro a la muerte. Eso me dio una madurez, sentido de la solidaridad entre los hombres. Vi a compañeros míos morir cerca y eso me conmovió realmente hasta la raíz, se me quedó intensamente grabado y de alguna manera tenía que expresarlo mediante la creación. Empecé con la poesía que de pronto me quedó estrecha para hablar de todo ese mundo y, sorpresivamente, a finales del 67 escribí mi primer cuento sobre Playa Girón. Fue una especie de catarsis, reuní como seis de ellos, armé un libro y los envié al premio David de la Uneac, que gané en el año 1968, con ese libro que se llama La guerra tuvo seis nombres.

—¿Qué claves has descubierto con los años como imprescindibles para escribir un cuento?

—Soy un escritor vivencial; escribo de lo que vivo, por supuesto con los elementos esenciales de ficción que tiene que tener todo texto narrativo. Para mí un cuento es una especie de estallido de coágulo que siento en un momento determinado, al cual me voy acercando y lentamente me va mostrando sus aristas. Con los años he aprendido a conocer la técnica, he dedicado mucho tiempo al análisis, al estudio, a la reflexión sobre las técnicas narrativas.

Al principio, seguí un poco el consejo de Horacio Quiroga: sabía cómo iba a terminar el cuento y aproximadamente cómo debía comenzar, lo que no sabía era qué iba a pasar en el centro. De a poco se empezaba abrir la historia, los personajes empezaban a cobrar vida y se me iban de las manos, por caminos no sospechados. Luego los traía un poco hacia el final; eso por supuesto no es conveniente porque a veces la costura se nota.

«Pero a partir de mi segundo libro, Los pasos en la hierba, empecé a producir de otra manera. Se me ocurría la idea y el cuento iba creciendo en la mente alrededor de dos o tres meses. Cuando ya me sentaba a escribir salía de un tirón. Soy muy técnico, cumplo las leyes de lo que debe ser un cuento, tengo bien claro quién es el narrador, cuál va a ser el punto de vista espacial, el temporal y estoy muy consciente de los recursos que voy a emplear. Me siento muy cómodo en el cuento».

—La técnica tan depurada que exhibe la obra de Heras, ¿no atentará contra ese otro fenómeno o latido necesario de un cuento que es el de la emoción, el de algo que tiene calor y color?

—Lo que a mí no me emociona sé que no va a emocionar a los demás. Necesito que el cuento despierte en mí determinados sentimientos. Mi segundo libro, Los pasos en la hierba, lo escribí muy conmovido y me ayudaba a emocionarme el Concierto número 2 para piano y orquesta, de Rajmáninov, que me arrasaba en lágrimas. El difunto Manuel Cofiño me decía: «Te tienes que emocionar tú primero».

«Veo la vida como un cuentista, cada acontecimiento que ocurre a mi alrededor lo tomo a beneficio de inventario, de tal manera que cuando siento que se me sale a borbotones por la garganta, me tengo que sentar a escribir y entonces sale».

—¿Sale siempre de un tirón?

—El proceso de elaboración mental lleva mucho tiempo, hasta seis meses. Una vez me pasé tres meses buscando quién era el narrador de un cuento, pero luego la escritura se produce muy rápidamente, a veces escribo 12 cuartillas de un tirón.

—¿Por qué tanto afán en formar a nuevos narradores en los talleres de creación?

—Siempre he sido maestro, estudié magisterio y fui maestro de Primaria en 1959 y 1960 antes de irme voluntario a las milicias. En el ejército fui también profesor de artillería. Necesito tener algún alumno a quien transmitirle mis conocimientos. Cuando empecé a estudiar periodismo en el año 1968, armamos una especie de taller literario entre nosotros para buscar los elementos que nos permitieran perfeccionarnos en el oficio y durante mucho tiempo estuvimos como ratones de biblioteca, buscando, porque desgraciadamente no son muchos los escritores que se han dedicado a escribir sobre el oficio del escritor.

Acumulé experiencia en talleres literarios que impartimos por más de 30 años en todo el país. Llegué a ser asesor nacional de esos talleres y jurado permanente en casi todas las provincias. Quería trasmitirles a los jóvenes algo que no habíamos podido hacer nosotros: la necesidad de aprender los secretos del oficio sin que tuvieran que pasar tanto trabajo, como el que pasamos nosotros. Sé que un escritor no se hace, más bien un escritor nace y se hace, es decir, si tu no tienes talento para escribir nunca serás un escritor. Pero los grandes escritores, han sido grandes conocedores de las técnicas narrativas.

—A la vez que enseñas, ¿es recíproca esa enseñanza y los talleristas provocan algún efecto en tu escritura?

—De los jóvenes siempre se aprende. Trato de ayudarles en la formación sin coartar su manera de escribir, respetando siempre su estilo. Uno de mis alumnos, posiblemente el más querido, que es como mi hermanito menor, es Senel Paz. Los primeros textos que me traía, eran terriblemente largos, escritos a lápiz en una libreta; con un talento extraordinario y una imaginación desbordada, que siempre pensé que me faltaba a mí porque soy un escritor muy realista. Senel es un escritor fantasioso, imaginativo y traté siempre de ayudarlo sin coartar esa imaginación desbordada. Y fíjate quién es Senel Paz en este momento.

—¿Cuáles consideras los aportes fundamentales de tu generación literaria?

—Nosotros irrumpimos en el mundo literario en la década del 60. Las primeras experiencias que llevamos a la literatura fueron las violentas propias de un proceso como el nuestro, que fue como una especie de explosión, de destrucción de una sociedad para tratar de construir otra. Enemigos internos y externos quisieron echar abajo ese proceso y provocaron una especie de confrontación de clases cuya expresión máxima fue la lucha contra bandidos en el Escambray, los combates de Playa Girón, la resistencia en la crisis de octubre…

«Por lo tanto, nos llamaron “narradores de la violencia”. Escribíamos sobre los acontecimientos que conformaban la épica de la Revolución. Dimos a la narrativa cubana una especie de impulso nuevo, hay ahí como una tensión, un lenguaje cortado, nervioso, que le debe mucho al coloquialismo y hasta emplea las llamadas malas palabras. Teníamos como la historia depositada sobre los hombros, y ese peso, para quitárnoslo de encima, lo dejamos en el testimonio literario de nuestro tiempo».

—¿No dicen algunos que lo vivencial se aparta de cierta forma de la verdadera narrativa?

—La literatura tiene un fuerte sabor testimonial. Sientes ahí la vida, sientes a la gente respirar, el olor de la pólvora, el humo del combate. Hablo de una literatura fundamentalmente épica, que busca el lado heroico de las cosas, no necesariamente el lado positivo. No es una literatura apologética, es crítica, pero tiene que ver con los matices, con los grises, no es una literatura en blanco y negro; es una literatura que en medio de la guerra habla del miedo porque es un sentimiento muy del ser humano, pero también nos habla del valor y del heroísmo desde una poética muy honesta y profundamente revolucionaria, no siempre fue bien comprendida. A ese período se le nombró el quinquenio de oro de la cuentística cubana.

—¿Influyó el periodista en el escritor?

—El periodismo te ayuda a limpiar de adornos superfluos el lenguaje narrativo y te aporta esa visión de inmediatez tan necesaria. No hay que quedarse ahí, uno tiene que tratar de profundizar en la realidad, pero la visión objetiva del periodista, que puede captar el detalle humano, emotivo y la intuición que desarrolla, me ayudaron mucho en el camino de asumir estilísticamente un realismo enriquecido por la imaginación.

«Lo que me conmueve como escritor es la realidad cotidiana. Este país vive un proceso extraordinario, una Revolución que ha tenido grandes errores y muy grandes aciertos. En medio de todo ese proceso inolvidable, lo que realmente me conmueve a mí es la pura realidad».

—¿Hay algo que te imponga la escritura, cierta disciplina, cierto rigor, ciertas condiciones?

—Admiro mucho a los escritores que tienen una disciplina diaria como Alejo Carpentier que trataba de escribir cada día, al menos, dos cuartillas. Me da una envidia terrible, porque desgraciadamente soy un escritor muy temperamental, necesito estar inspirado. La mejor hora para escribir es la tarde, entre tres y siete de la noche. La mañana me agarra desesperado por leer los periódicos, necesito estar informado, parece que por mi vocación periodística.

—¿Qué es lo que más te apasiona del cubano, lo que más te sorprende?

—Del cubano lo que más me emociona es su solidaridad. Mi esposa es uruguaya, vive aquí por largo tiempo y ella dice que siempre se conmueve por el sentido solidario de las personas. La vecina conseguía dos limones y le regalaba uno, o le traía un plato de sopa para que ella probara su sazón y siempre esas cosas la impresionaban hasta las lágrimas.

«Esa ha sido una característica del cubano, solidarizarse con el dolor ajeno. La Revolución ha profundizado en el homo solidarius que somos. Lo vemos en las misiones internacionalistas, en los barrios, en las calles… Es nuestra cualidad más linda. Tenemos defectos también. Quizá somos demasiados machistas o demasiados violentos. Pero el cubano es una persona realmente inolvidable, pregúntaselo a cualquier extranjero y responderá que el mayor tesoro de Cuba es su gente».

—¿Seguirá siendo la realidad de nuestro país el tema central de lo que escribes?

—No puedo vivir fuera de mi país y tengo que volver siempre a esta ciudad. Soy homo citadencis. Vivo en La Habana que es una ciudad mágica. Como me decía Eduardo Galeano una vez, no sé qué tiene, pero hay que volver a ella. A pesar de que está como cariada por el paso del tiempo, a veces por la abulia de la gente soy un enamorado de esas calles, de los muchachos jugando, hasta de esas paredes descascaradas. Comprendo la nostalgia de los que se van. Recientemente estuve en Estados Unidos y hablé con alguien que me confesó que daría diez años de su vida por sentarse en el Malecón a ver el mar.

—¿Cómo quedar cuando no estés en este mundo?

—A pesar de lo que te digan algunos, todos queremos quedar. Cuando nos vayamos, cuando pase el tránsito por este mundo, el mayor premio será haber dejado una pequeña huella, por ejemplo, que alguien te lea y cuando termine el cuento, el libro… no sea exactamente igual al que era cuando te empezó a leer.

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