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Trump y su autodestrucción

12 de enero de 2021

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Acostumbrado a no perder, a imponer sus caprichos sin que medie el más mínimo derecho a la reflexión entre sus interlocutores, Donald Trump transitó durante cuatro años por un escenario donde la única realidad es la más burda mentira.

Cuando hizo pedazos cada uno de los pactos, acuerdos y demás documentos que daban equilibrio y esperanzas para un mundo enajenado, sus seguidores aplaudían, no lo contradecían, se sumaban a un carro que auguraba desde entonces que su único destino sería el precipicio.

Hizo gala de su fortuna, sus inmobiliarias, campos de golf y hasta de sus corbatas rojas y peinados despampanantes. Se supo dueño del gran show en que se había propuesto convertir al gobierno. Y para ello utilizó dos herramientas a su favor: los grandes medios a su servicio y la filosofía de decir y no decir, que lo hacía parecer un orate, pero recordaba una y otra vez que era el presidente del Gran País, que su administración era el Gran Gobierno, que Estados Unidos era lo más grande.

Sabía y así se demostró en las elecciones de noviembre pasado que entre mayor era el espectáculo que escenificaba, más apoyo tendría de sus seguidores —más de 70 millones de personas votaron por él— que forman parte de una sociedad enferma, un sistema con metástasis y una política de imposición no de inclusión.

Su ego lo llevó a desafiar las más elementales leyes de la ética y no podía esperar otra cosa que el repudio de los que no votaron por él —más de 80 millones— y de otros muchos, incluso de su partido republicano, que se había embarcado en la nave trumpista y luego ha optado por abandonarla antes del apocalipsis.

No hay sociedad, por poderosa materialmente que sea, por intoxicada que esté ante tanta simpleza entre quienes la dirigen, que no despierte un día, evalúe el nivel de deterioro a que ha sido llevada, y opte por romper compromisos políticos, apego partidario o ilusión de que el egoísmo pueda ser la salvación de la humanidad.

Trump rompió todos los cánones de la civilización. Su conducta con alta dosis de irracionalidad fue revirtiendo lo que siempre consideró su mayor fortaleza: el yo contra el mundo; su verdad que no había forma alguna para demostrarla y mucho menos para creerla, su vehemencia en que era el mejor, el más grande, el verdadero ídolo de la sociedad estadounidense.

Se obsesionó —¡y de qué forma!— en hacer un muro para aislar al gran Estados Unidos. Se apartó de los acuerdos nucleares y militares, sin que le importaran para nada las consecuencias. Acusó a todos los que no le seguían su rima, lo mismo personas, gobernantes o países, China o Rusia, Cuba o Venezuela, Irán o Siria…

Reía con interlocutores difíciles pensando que los llevaría a rendirse ante su grandeza, tal emperador, dictador, dios…

En fin, el 20 de enero, debe pasar a ser el Trump nadie, el que se llevó a la autodestrucción, el que ha fracturado a un país que costará tiempo, recursos y fuerza colectiva para encausarlo por lo menos a un destino más creíble y más posible…

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