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Tragedia de siempre

29 de octubre de 2020

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No importa cuán rico sea un país debido a sus aceptables recursos naturales, su buena tierra, porque también deberá caer en la férula del hambre que, producto de la devastadora epidemia del nuevo coronavirus, doblará a principios de enero venidero la cifra de personas que se acuestan sin haber cenado.

Cifras oficiales muy conservadoras habían reportado que el número de personas que se acuestan si comer son unos 619 millones, todas ellas amenazadas de morir de hambre incluso en lugares, subrayo, donde hay abundantes alimentos y agua y el deterioro del cambo climático aún no es tan evidente.

Pero las cifras reales dan cuenta que cada cuatro segundos alguien muere de hambre en el mundo, más de mil millones de seres humanos la sufren y siete de cada diez son mujeres y niños.

Y es que hay que tener en cuenta la desigualdad reinante en la mayor parte del mundo, de tal manera que hace recordar aquella pregunta del economista francés Maurice Allais acerca de cuántos pobres se necesitan para fabricar un rico.

La exclusión política y económica hace también que millones de personas no puedan adquirir alimentos, aunque sean de baja calidad, porque no tienen recursos para ello.

Los monopolios acaparan gran parte de las ventas mundiales de semillas, en un lucrativo mercado cautivo, porque, paradójicamente, se negocian variedades resistentes a sus propios herbicidas.

Para complacer a quienes entronizan el neoliberalismo, no extraña que exista un mercado verdaderamente esclavo, con todas esas dosis de injusticia social y exclusión, causantes que millones de personas se sublevan hoy para no morir de hambre.

Por una razón simple, empíricamente verificada: la mundialización generalizada de los intercambios entre países caracterizados por niveles de salarios muy diferentes, provoca finalmente por todos lados, en países desarrollados como en los subdesarrollados, desempleo, reducción del crecimiento, desigualdades, miserias de todo tipo.

 

Terrible vanguardia

Ello resume bien la razón de ser de todos los sistemas económicos basados en la explotación del trabajo humano y de la guerra de clases, en la que la oligarquía estadounidense va a la vanguardia desde la era de Ronald Reagan y ahora alcanza límites insospechados en tiempo de Donald Trump.

Este le dio un golpe bajo al neoliberalismo –que rectificó, cuando el establishment lo presionó–, al renunciar a tratados obamísticos con naciones del Pacífico y Europa, pero ello no entrañó el bien de las clases desposeídas, sino el disfrute de quienes ya tienen mucho y no están conformes, pero viven y explotan en y desde Estados Unidos.

Lo mío primero, dijo Trump, junto a sus frases que reviven la dominadora y agresiva Doctrina Monroe, que hizo de América Latina su “patio trasero”, pero con abierto aditamento de empobrecer a los pueblos de este y demás continentes, lo cual ayuda a fabricar esos superricos que forman parte de la cúspide de la pirámide social, ese 0,1% que se apropia de la mayor parte de la riqueza del mundo.

Para colmo, este mandatario, aunque no resulte reelecto, dejará una triste herencia: la de haber causado con su mal manejo político que la pandemia de la COVID19 tenga en Estados Unidos su epicentro mundial.

De todas maneras, la tragedia del hambre no es una cuestión de ahora, sino de mucho antes, y, seguramente, seguirá teniendo lamentablemente un papel protagónico en la tragedia universal de la desigualdad.

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