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Sin excepción

15 de febrero de 2016

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El crimen aumenta y ha invadido todo el territorio de Estados Unidos, incluyendo áreas milagrosamente libres del flagelo durante algún tiempo, como lo fue hasta hace poco la localidad georgiana de Swanee, donde, relatan amigas visitantes, nada se salva de la violencia, que se ceba especialmente en residentes mexicanos, incluidos escolares.
Así, la noticia de que seis latinos de una misma familia fueron encontrados muertos en una localidad de Illinois integra lamentablemente ese triste “folclore” tan usual en una nación donde el establishment impone su rudo quehacer, al dejar inalterables leyes que pudieran cambiar el tan desatinado y mal interpretado precepto constitucional de que todo el mundo tiene el derecho a estar armado.
Esto de defenderse uno del otro lleva, por supuesto, al fratricidio, el abuso contra razas consideradas inferiores y el lógico desquite de quienes más sufren y devuelven lo padecido durante años y años.
Además de la proliferación de armas, las drogas son las principales causantes de este aumento de crímenes, y se trata de hacer creer oficialmente que la “contención” policial alienta a la delincuencia, cuando la muerte a mansalva, muchos de ellos baleados por la espalda, de afronorteamericanos desdice lo anterior, sin tener en cuenta además, la complicidad de entes que deben guardar el orden con jefes mafiosos y similares, tanto dentro como fuera del territorio estadounidense.
La muerte a tiros por un agente blanco de Michael Brown, un joven negro desarmado, en la localidad de Ferguson propició un debate nacional sobre el trato de las fuerzas de seguridad a los afroamericanos, y aunque la confianza en la policía se situó en el nivel más bajo desde 1993, según una encuesta de Gallup, se produjo una sucesión de este mismo tipo realmente escandalosa, todo lo cal fue realizado en la más absoluta impunidad, a pesar de los intentos en contra del presidente Barack Obama.
Toda una burla, cuando se conocen cifras tan inquietantes en las principales ciudades del país, donde las muertes violentas se han duplicado, cuando ya en Milwaukee se había incrementado el 50% en el 2014, en San Louis, 60%, en Nueva Orleáns, 30% y en Nueva York, 11%, según cifras recopiladas por el semanario The Economist.
Algunas de estas ciudades acumulan un legado de tensión racial y alta criminalidad, que parecían haber disminuido, luego de del repunte del crimen en los ’80, con la aparición del crack y la represión policial que, en vez de atemorizar, coadyuvó a la oleada de violencia y el aumento de la población carcelaria.
Aunque se admite que hubo cierta disminución de tales hechos, debido al impacto positivo de la inmigración (cuestión que tuvieron que reconocer sus detractores), el envejecimiento de la población hasta una mezcla socioeconómica y racial más heterogénea en las ciudades, Estados Unidos siguió siendo el país desarrollado con mayor promedio de homicidios (3,82%) por cada 100 000 personas, según Naciones Unidas.
Tampoco existe consenso para explicar las raíces del auge del crimen. En una cumbre a principios de agosto en Washington de jefes policiales de grandes ciudades, no se llegó a ninguna conclusión concreta, más allá de recomendar un mayor control en la venta de armas de fuego y drogas, pero todo s inútil cuando hay tanta desigualdad social, desempleo, culto a la violencia en todos los pormenores del “American Way of Life” y la represión policial dominada poor el racismo contra seres realmente indefensos, mientras los agentes tienen cada vez menos control de las calles, que lo han cedido más a los “chicos malos”.
Pero esto solo es el prolegómeno de un problema que sigue gravitando sin excepción en cada punto del territorio de Estados Unidos.

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