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Ni religioso, ni étnico, ¡económico!

26 de febrero de 2014

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Estados Unidos se dispone a abandonar militar y simbólicamente en diciembre venidero a Afganistán, sin haber logrado su propósito de controlar totalmente las riquezas del subsuelo del país, muy lejos de la “pacificación” que dijo desear desde el comienzo de la agresión, aunque si ha logrado en toda la línea un esplendoroso negocio con las armas.
EE UU, y sus aliados de la Unión Europea antepusieron los intereses de las empresas armamentísticas al establecimiento de la paz en territorio afgano, hasta tal punto que su comercio y contrabando será muy difícil de erradicar mucho después de que se llegue a un acuerdo de no beligerancia.
La propaganda estadounidense ha hecho corriente la justificación de los conflictos bélicos, producto de la cultura de la violencia que expande la nación más poderosa militarmente del planeta, que nunca es responsabilizada por el suministro de las armas a otros que también se encuentran inmersos en los horrores de la guerra.
Lo hecho por Estados Unidos contra Afganistán, además de ser un buen negocio en el suministro de armamentos, también lo es por la construcción del gaseoducto que atravesará el país.
Para diluir la responsabilidad de la agresión y ocupación norteamericana, se ha vuelto a presentar el conflicto afgano como exclusivamente étnico o religioso. Sin embargo, a pesar de la indudable importancia de estos factores, tanto en la reconciliación entre los afganos como en la reconstrucción, no representan más que aspectos secundarios en cuanto a las raíces del mismo.
El conflicto afgano debe sus orígenes a la guerra indirecta que Estados Unidos y la Unión Soviética llevaron a cabo en Afganistán en la década de los ‘80, bajo un contexto de Guerra Fría. Tras el fin de la ocupación soviética, un mínimo de cuatro factores han impedido el cese de la violencia en Afganistán y convertido este país en la mayor crisis humanitaria del mundo, hoy comparable con la invasión mercenaria insuflada por el imperialismo norteamericano en Siria.
El primero de estos cuatro factores ha sido, al igual que en tantas otras crisis agudas, el sensacionalismo despertado por el cruel trato que los talibanes infringieron a sus mujeres; y el segundo, en relación con el anterior, el incumplimiento de unos acuerdos de paz ya de por sí deficitarios. Estos acuerdos se firmaron en Ginebra en 1988 y destacaron como prioridad el fin de la canalización de armamento y otros apoyos militares por otros estados, en especial EE. UU., la URSS y Paquistán.
En tercer lugar, y probablemente el factor que más ha contribuido a perpetuar el conflicto afgano y a polarizar a su población en función de aspectos étnicos y religiosos, ha sido la injerencia extranjera, encabezada por Estados Unidos y sus bombardeos indiscriminados contra la población civil.
Hasta 14 países han contribuido de manera significativa en este conflicto, movidos por distintos motivos y apoyando a las diferentes facciones en función exclusiva de sus intereses personales y sus similitudes culturales.
Por último, la enorme cantidad de armamento que ha existido y existe en Afganistán.
Encontrar y comprar armas en Afganistán o a lo largo del cinturón pashtún que encierra el este de su territorio con el oeste de Paquistán, resulta extremadamente sencillo. La organización no gubernamental Oxfam afirmaba en un estudio que, en 1992, había en Afganistán más armas personales (o armas ligeras, transportadas por una única persona) que en la India y Paquistán juntos.
EL IMPERIO LEGITIMÓ LA CULTURA DE LA VIOLENCIA
Pero las armas necesitan una cultura de violencia que legitime su uso. Y a esta legitimación contribuyó la injerencia estadounidense y no el apoyo soviético a anteriores gobiernos de Kabul, porque nada es comparable a los más de 5 000 millones de dólares en armamento que la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos proporcionó a los mujahidínes –afganos que combatieron a los soviéticos– entre 1986 y 1990.
Ni que decir de la creación de seres como Osama bin Laden, financiados y entrenados por la CIA, luego sindicados de terroristas por el Imperio, según la conveniencia.
Afganistán tiene la mayor colección de minas terrestres del mundo: al menos 50 tipos diferentes. El Comité Internacional de la Cruz Roja asegura que hay alrededor de ocho millones de minas antipersonales y otros dos millones más antitanque, el 10% de las del planeta.
Entre el arsenal suministrado por EE UU a los mujahidínes, destacaron varios cientos de lanzamisiles antiaéreos Stinger, guiados por láser y susceptibles de ser cargados al hombro por una sola persona, que puede derribar un avión volando a una altura de hasta cinco kilómetros. Era la primera vez que este tipo de material se distribuía fuera de la Organización del Tratado del Atlántico del Norte. Ello es más alarmante cuando mencionamos los bombardeos. Si Estados Unidos lanzó más de mil misiles contra Kosovo, entonces en Yugoslavia, en una sola noche, cuánto se pudiera contabilizar en tres meses consecutivos, cotidianamente, en Afganistán.
Se desconoce si llegará el día que conoceremos el número de misiles lanzados sobre Afganistán. O el alcance del daño producido, así como en cuanto se incrementaron -y se incrementan- las arcas de las empresas pertenecientes a la industria de la guerra. Ello aun continúa, no importa si se habla de divergencias con el gobierno de Kabul, de elecciones fraudulentas y de retirada “tapiñada”.
Lo que no se puede creer, como quieren hacerlo, es calificar este conflicto de étnico y religioso en una nación que, tarde o temprano, con más o menos dificultades, siempre se ha unido para vencer a sus invasores, que nunca han podido doblegarla, por muy difícil que ahora parezca.

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