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Monroe no es nuestro dueño

20 de febrero de 2018

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Cuando el magnate petrolero –devenido Secretario de Estado en la Administración empresarial de Donald Trump– pretendió hace poco resucitar a la agonizante y desprestigiada Doctrina Monroe “América para los americanos”, del Río Bravo a la Patagonia se sintió una conmoción, mezcla de incredulidad ante tamaña osadía y amnesia histórica con una justa indignación ante la brutal falta de respeto a la soberanía e independencia de los países de América Latina y el Caribe.

Se confirma que nada es imposible y que cosas aún peores podremos ver en el futuro bajo el rubro “América first”, que conjuga en la sola frase “América primero” toda prepotencia imperial y el desprecio hacia los pueblos que supuestamente deben formar el patio trasero del Imperio.

Esbozada desde los mismos inicios de la nación estadounidense, se concretó bajo la égida del presidente James Monroe (1817-1825) con el pretexto de mantener a las potencias europeas rivales alejadas del hemisferio occidental, que debería ser reservado a los apetitos de los nacientes Estados Unidos de América, a sus ansias imperiales y sus pretensiones de expansión territorial que tuvieron en México una víctima temprana.

La Doctrina Monroe, en pocas palabras, sirvió al Imperio yanqui como plataforma de las intervenciones militares reiteradas, particularmente en países del Caribe y Centroamérica, cuando consideró sus intereses en riesgo, disfrazadas de una supuesta defensa de la “democracia” o de los “derechos humanos”, que en los últimos tiempos requirieron el rango de “intervención humanitaria”.

Todo lo anterior se relaciona con otra doctrina imperial conocida como “Destino Manifiesto” – aún anterior a Monroe– y que consideró como mandato divino el recibido por Estados Unidos para expandirse territorialmente desde el Atlántico hasta el Pacífico.

Un objetivo inmediato de ambas doctrinas imperiales es hoy la República Bolivariana de Venezuela, sobre la que se ciernen graves amenazas de agresión directa contenidas en los continuos desplantes que emanan desde Washington, como antes lo hicieron contra Cuba, Puerto Rico, México, Nicaragua, Haití, República Dominicana, Granada…

Sin embargo, Monroe no es nuestro dueño. Resulta inobjetable la teoría de que los largos años de residencia de José Martí en Estados Unidos le permitieron un resultado capaz de recoger la realidad norteamericana y sus ambiciones imperiales, llegando a una definitiva y precisa elaboración que plasmó en su ensayo histórico “Nuestra América”.

Aparecido el 31 de enero de 1891 en El Partido Liberal, de México, “Nuestra América” es la respuesta cabal, razonada y oportuna a la añeja doctrina imperial que hoy intenta resurgir embarrada en petróleo, valiéndose de las mismas artimañas y maniobras sucias de antaño.

En la carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado el 18 de mayo de 1895, un día antes de su caída en combate, quedó definido el mensaje martiano a Monroe: “Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo– de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso…” Unidos de América, a sus ansias imperiales y sus pretensiones de expansión territorial que tuvieron en México una víctima temprana.

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