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La Voz del Amo

21 de abril de 2023

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Demostraciones populares en la República Checa, Eslovaquia y Bulgaria han puesto de manifiesto el descontento de muchos ciudadanos con las políticas de sus gobiernos de obedecer ciegamente las políticas antirrusas de la Unión Europea en el conflicto en Ucrania, que en realidad obedecen a los intereses de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, al servicio de Estados Unidos.

Es toda una realidad que había surgido primeramente en Hungría, que, a pesar de integrar la UE, no se sumó a las sanciones contra Moscú, probando que su gobierno no está dispuesto a jugar el papel del perrito de la propaganda de la firma RCA Victor, preparado a obedecer la voz de su amo.

Los miles de manifestantes en Praga también exigieron a las autoridades que impulsaran la paz en la situación ucraniana, en lugar de “involucrar gradualmente” a su país en el conflicto.

“Fuera la OTAN”, expresaron los praguenses, que también pedían la dimisión del gobierno, al que acusan de no haber podido manejar adecuadamente la inflación y la crisis energética en el país.

Demostraciones similares se produjeron en Eslovaquia donde los medios coincidieron en afirmar que, a pesar de la propaganda contra Moscú, gran parte de la población apoya a Rusia y considera a Estados Unidos como la verdadera amenaza.

Esto es una prueba de que uno de los elementos estructurales que fallan en el proyecto de integración de la Unión Europea es la relación de este organismo paraestatal con los propios Estados miembros y, sobre todo, su divorcio efectivo con las masas populares europeas.

La UE, llamada Europa por convención mediática y política, aparece en el imaginario colectivo como una fuente que provee de fondos económicos a los Estados y que aconseja, más bien obliga, a cumplir con unas normas para el acceso a esos recursos. O sea, la relación del pueblo europeo con este organismo no es cercana, sino más bien es asumida como una autoridad.

Desde este plano subjetivo, por lo tanto, la relación con la UE se refleja popularmente en una cultura inculcada sobre recibir fondos económicos que realmente proceden de los bolsillos de los propios europeos.

El hecho de que estos fondos estén condicionados aparece como natural, sin ni siquiera plantear quién los gestiona y si es o no una estructura ajena a sus propios intereses y con claros déficit de legitimidad.

Así, podríamos decir que esta relación entre la UE y los Estados se asemeja bastante a la relación del Fondo Monetario Internacional (FMI) con los países en desarrollo, con la diferencia fundamental de que, mientras el FMI es una de esas estructuras cuestionadas, la UE sigue gozando de un prestigio que no es más que burda propaganda.

La Unión Europea está atravesada, entre otras cosas, por conflictos derivados del debate filosófico y jurídico del liberalismo clásico europeo. El enfrentamiento entre Soberanía Nacional y Soberanía Popular no solo no se resuelve, sino que se complejiza en un proceso donde parece que la Soberanía recae en entes abstractos y tecnócratas alejados de las masas populares.

 

NADA DE HERMANOS

Por otra parte, la propia esencia histórica de los Estados integrantes de esta alianza genera una constante contradicción de intereses entre unos países que, aunque se puedan llamar socios, nunca se van a llamar entre sí hermanos, algo que se pone de manifiesto cada vez que la Unión Europea entra en crisis.

Recordemos las palabras de Alesnada Gucci, presidente de la República Serbia, durante la crisis del coronavirus: “La solidaridad europea no existe. El único que puede ayudarnos es China”.

Igualmente, recordemos cómo tanto Rusia como Cuba –con su misión de galenos– tuvieron que acudir en el mismo contexto a socorrer a Italia, que se convirtió por unas semanas en el principal país afectado por la pandemia, mientras que los socios europeos acaparaban materiales de atención sanitaria y se enfrentaban entre sí para ponerse de acuerdo sobre cómo gestionar los fondos.

Los intentos de integración política europea han sido el reflejo de una búsqueda de legitimidad de la que el organismo carece, bajo los propios principios que ellos mismos dicen defender. Una contradicción insalvable que explica por qué la Unión Europea es probablemente el eslabón más débil en el contexto de cambio de modelo de las relaciones internacionales en el que nos encontramos.

El intento por dar legitimidad a este organismo se reflejó sobre todo a raíz del proceso para desarrollar una Constitución para Europa, proyecto que fracasó en su intento, al no ser ratificada por referendo en Francia y Países Bajos.

Como esta estrategia no dio resultado, se presentó el Tratado de Lisboa (2009) con el fin de profundizar esa alianza política o, mejor dicho, esa sesión de poderes de los Estados para garantizar la proyección de legitimidad del proyecto de la Unión Europea.

En esta ocasión, aprendiendo de los “errores” de preguntar al pueblo, solo un país trató de ratificar la firma del Tratado vía referendo, y el resto lo hizo sin pasar por ese “peligroso” escrutinio popular a excepción de Irlanda, donde fue rechazado en primera votación y se forzó una segunda para conseguir la ratificación.

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