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Donde la injusticia es el pan de cada día

7 de octubre de 2014

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No hay el porqué asombrarse de que la principal potencia del planeta sea también la causante de sus más graves males y que tal condición se refleje en las desigualdades que provoca y las cotidianas injusticias en su interior.
Por eso, no hay el porqué asombrarse que lo que se dice llamarse injusticia esté sujeta a caprichos, odios y revanchismo, como pasó con las injustas condenas a nuestros Cinco Héroes antiterroristas; ni que “tecnicismos” hagan que muchos norteamericanos, aconsejados por sus abogados, se declaren culpables de delitos que no han cometido, con el fin de eludir largas condenas.
A cada rato se conoce que inocentes fueron  ejecutados por hechos que no cometieron, o que fue trasgredida la ley que impide que los enfermos mentales sufran igual condena.
Quedaron atrás los días en que escuelas de abogados norteamericanas tomaran como ejemplo las historias regodeadas por el fallecido director Sidney Lumet en Doce hombres en pugna, Serpico, Tarde de perros, El Veredicto y Network, en el que se obliga al espectador a examinar un aspecto u otro de su propia conciencia, al estimular el pensamiento y hacer fluir la conciencia.
No solo quedaron atrás, sino que se borra la culpabilidad del delincuente con dinero y hacen olvidar que tales películas probaron las consecuencias de los prejuicios, la corrupción y la traición, y aplaudieron los actos individuales de coraje.
Su primera película, la mencionada Doce hombres en pugna (12 Angry Men, 1957), fue rodada en una sala de deliberación de un jurado, donde la tenacidad y coraje de uno de sus miembros, interpretado por Henry Fonda, poco a poco va convenciendo a los demás que el adolescente acusado en el juicio por asesinato es en realidad una víctima de las circunstancias y no hay pruebas para que sea condenado.
En el caso de los enfermos mentales los hechos son recurrentes, principalmente en el estado de la Florida, donde a última hora se impidió una ejecución al respecto, aunque solo para evitar otro escándalo al respecto.
Fresca está la muerte por inyección letal de John Ferguson, de 65 años, después que el Tribunal Supremo se negó a escuchar una petición final de sus abogados, solicitando su indulto. La defensa, respaldada por diversas organizaciones legales y de salud mental de relevancia, había apelado a la más alta instancia jurídica de la nación para evitar una ejecución, que fue calificada como violación flagrante de la Octava Enmienda de la Constitución de EE.UU.
Ello forma parte de una larga lista de hechos tortuosos que son exagerados, o tergiversados, o manipulados para fines peores, tanto para levantar como derribar mitos. Y eso sucede en una nación que se dice democrática, porque se basa en el cumplimiento  del funcionamiento de los poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.
Pero también esto es una burla en  Estados Unidos, donde se han hecho leyes inicuas que permitieron durante siglos la esclavitud o la discriminación racial. En muchos estados existía un apartheid legal, que perduró incluso hasta hace poco en uno de ellos.
Nada se ha podido hacer para ilegalizar al criminal Ku-Klux-Klan,  porque no se legisla contra este, o porque no se pone en práctica la sanción que le corresponde, como pasó recientemente con uno de sus integrantes, quien fue declarado inocente, cuando había participado en el asesinato de tres defensores de los derechos cívicos.
Así, se puede condenar a inocentes o declarar inocentes a culpables, como admiten series televisas norteamericanas de indudable buena factura, admiradas por una gran parte de los televidentes cubanos.
Con notables excepciones, (aunque a veces solo en algunos capítulos, como en Bones o Castle) la inmensa mayoría presentan una imagen menos trágica del asunto: la maldad es algo no inherente al sistema judicial o a ningún otro sistema o poder social en particular, sino que resulta connatural a todos los seres humanos; el que se tiene no es perfecto, pero es, sin dudas, “el mejor de los mundos posibles”.
El muy seguido Crime Science Investigation (CSI) refrenda el mito del sueño americano, porque encarna al sujeto de poder y es la frontera que fija las posiciones de jerarquía dentro del sistema: el exterior a él, la comunidad, es el lugar de la corrupción y el crimen; su interior, el sitio donde se vela por el bien de los ciudadanos, al distinguir de entre ellos a los culpables de los inocentes.
Pero por mucho que la disfrace, tal “bondad” no puede diluir la falsedad de un sistema que dice equivocarse honestamente en la búsqueda de la justicia, cuando el dinero, el afán de poder y leyes aplicadas deshonestamente hacen que, en Estados Unidos, la injusticia sea el pan de cada día.

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