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Dilema salvadoreño

26 de septiembre de 2018

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Al presidente norteamericano, Donald Trump, no le hace falta alegar  justificación para su política antiinmigratoria, no importa la  legalidad de quienes se encuentran ya instalados en Estados Unidos, y así se ha propuesto expulsar a la mayor cantidad de salvadoreños posibles, creándole una más grave situación social al gobierno de Salvador Sánchez Cerén, el único que en la región ha intentado realizar programas para evitar que los jóvenes emigren o se incorporen a bandas delictivas.

Incluso, cuando su gobierno se disponía a utilizar los propósitos de algunos jefes de estas bandas de abandonar la carrera delincuencial.

Trump dejó sin efecto programas de ayuda a menores salvadoreños y boicoteó los intentos oficiales para implementar una política que ayude a quienes retornen a su país.

Todo ello en medio de revelaciones realizadas por medios nada progresistas, como CNN, acerca de que Estados Unidos financia millonariamente a grupos paramilitares que se dedican a capturar, torturar y asesinar a presuntos miembros de la organización conocida como Mara Salvatrucha, cuyos miembros fueron recientemente calificados de salvajes por el mandatario estadounidense.

Pero esta mara no nació en El Salvador, sino en el propio Estados Unidos, en las cárceles de Los Ángeles, en los años ’80, pobladas entonces de salvadoreños que huyeron de la guerra civil en su país.

El grupo se expandió a otros países centroamericanos, como Guatemala y Honduras, y tiene ramificaciones por todo el mundo, Sus actividades por todo EE.UU. han sido los elementos esgrimidos por Trump para llevar la represión al propio territorio salvadoreño, y más cuando no comulga con el actual gobierno, porque tiene una política amistosa hacia Cuba y es uno de los pocos progresistas latinoamericanos que apoya al gobierno venezolano.

En este contexto se encuentra la probable expulsión de 195 000 salvadoreños que residen legalmente desde hace más de 15 años en Estados Unidos, hecho que puede ocurrir, por el estilo intempestivo de Trump y el apoyo de una parte importante de organizaciones que siguen su política supremacista, xenófoba y racista.

 

Arriesgarse, no hay otra opción

El hecho provoca un nuevo dilema al gobierno salvadoreño, porque tiene que implementar rápidamente una política para los retornados y los riesgos humanitarios que enfrentarán quienes deseen volver a emigrar a EE.UU.

Tanto la Asamblea como el nuevo gobierno –que será elegido a principios de 2019– deberían continuar estos esfuerzos, intensificando las políticas locales dirigidas a promover el desarrollo y el emprendimiento en aquellos municipios que reciban a más retornados. Esta política a mediano plazo debería tener un fuerte enfoque educativo, ya que los grupos más vulnerables serán los niños entre 14 y 18 años, que son presa fácil del posible reclutamiento por las pandillas.

El gobierno salvadoreño necesita asimismo reconocer la realidad del desplazamiento interno –que afecta a todos los países del Triángulo Norte– y empezar a trabajar en una respuesta humanitaria en coordinación con agencias internacionales. Esto debería incluir la adopción del Marco Integral Regional de Protección y Soluciones (MIRPS), firmado el 26 de octubre del 2017 por México y todos los países centroamericanos, excepto El Salvador, que tiene razones para dudar de la buena voluntad de sus vecinos.

La prioridad debería ser ofrecer albergue temporal y apoyo a las víctimas que no puedan volver a sus comunidades, en su mayoría grupos vulnerables como niños y mujeres. El gobierno podría trabajar en coordinación con organizaciones no gubernamentales que no estén penetradas por el dinero imperialista-algo difícil-, aprender de su experiencia y crear un sistema de evaluación basado en información previamente recopilada por estas organizaciones.

La crisis de seguridad crónica de El Salvador es una advertencia para Latinoamérica y el mundo sobre cómo las consecuencias imprevistas del fracaso de un posconflicto pueden ser más letales que la propia guerra. Un cuarto de siglo después de la firma de los acuerdos de paz, a menudo se dice que El Salvador está sufriendo una “nueva guerra” entre el Estado y las pandillas. Sin embargo, esta “guerra” es más bien una manifestación del colapso social: las partes enfrentadas carecen de cohesión, la violencia pandillera por ahora no tiene un claro objetivo político, y los civiles más afectados por la inseguridad, en su mayoría jóvenes procedentes de entornos de bajos ingresos, son a la vez víctimas y victimarios.

 

Necesaria reforma

Durante los últimos 15 años, las pandillas han aprendido a protegerse de las diversas políticas de seguridad del Estado transformando sus operaciones y organización interna. La actual sofisticación de estos grupos, así como el reiterado fracaso a la hora de abordar sus raíces socioeconómicas –raíces que en sí mismas son profundizadas y perpetuadas por la continuada violencia– indica que muchas de estas políticas, incluso las que apuntan a la prevención más que a la represión, deberán ser reformadas y fortalecidas si pretenden frenar el derramamiento de sangre en El Salvador.

En el marco del Plan El Salvador Seguro, el gobierno ahora tiene la oportunidad de lanzar programas de rehabilitación concertados y aprovechar el gran número de pandilleros que aparentemente estarían dispuestos a salir de la vida delictiva. Los acuerdos entre partidos serán fundamentales a la hora de diseñar proyectos para fortalecer la Fiscalía General y la policía, así como para preparar mecanismos de integración de cara a las deportaciones masivas que se darán si es que Washington no renueva el programa de TSP para los residentes salvadoreños.

Asimismo, habrá que enfrentar el millonario financiamiento a entes paramilitares, que incluyen  a muchos agentes policiales, dedicados al ajusticiamiento de pandilleros o sospechosos de serlos. Esto es lo más probable si el FMLN vuelve a ganar las próximas elecciones, ya que Estados Unidos, léase Donald Trump, subrayo, no disimula su aversión a todo lo que no huela a supremacismo blanco.

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