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Después de mí, el diluvio

11 de octubre de 2014

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La conocida y ancestral frase que encabeza este comentario puede ser atribuida en estos tiempos al imperialismo norteamericano que, habiendo entrado en fase decadente y bregando desesperadamente por sobrevivir y prevalecer como hegemonía mundial extendiendo la dominación y el saqueo de que ha disfrutado – sobre todo en los últimos 70 años, posteriores a la Segunda Guerra Mundial de la cual emergió intacto, prepotente y nuclear-, parece estar decidido a mantener de cualquier forma esa supremacía y confirmar, según ha dicho el presidente Barack Obama, su condición de país excepcional y mesiánico, llamado por la Providencia a proteger y salvar al resto de la humanidad.

A las pretensiones de imponer semejante filosofía delirante y absurda -pero muy común por parte de los imperios que se sienten desafiados-, se corresponde la antedicha frase.

Ellos no tienen límites en sus afanes de dominación política y enriquecimiento económico por parte de las clases que, dentro del imperio mismo, ejercen el control, se benefician y multiplican sus ganancias.

Parejamente, vastos sectores de la población son convencidos mediante una intensa campaña ideológica y cultural a través de los mecanismos dependientes del sistema, de que todo eso es necesario para poder seguir sosteniendo el nivel de vida relativamente alto, y en algunos casos privilegiado con respecto al mundo exterior, sea amigo o adversario.

Tratando de mostrarlo de la forma más sencilla, ahí está la raíz que explica tanto los propósitos como las acciones del gobierno de Estados Unidos en los años recientes, cuando pudo  empezar a comprobar en la práctica que los cambios ocurridos en el mundo como consecuencia de la desintegración de la URSS y del socialismo europeo no iban a significar necesariamente “el fin de la historia”, como lo calificara uno de sus más preciados teóricos.

Contrariamente a lo que presagiaban tesis de ese tipo, la historia no retrocedió y, por el contrario, tomó nuevos e inéditos caminos que le permitieron seguir avanzando. Tal parece entonces que el júbilo y el optimismo imperial llegaron a su fin, transformándose súbitamente en reiteradas ansias de conquista y desquite, como hemos visto en los últimos años y siguen los más febriles y agresivos preparativos.

La Organización de Naciones Unidas (ONU), en un tiempo tan respetada y cuya Carta constitutiva aparecía reverenciada por poderosos y débiles que le dieron origen, ha sido, -a nuestro juicio,- la primera y deliberada víctima del desquite imperial cuando en más de una ocasión no ha podido o no ha querido detener fechorías y agresiones. Las guerras lanzadas por Estados Unidos y la OTAN contra Afganistán e Iraq,- justificadas plenamente por mentiras flagrantes lanzadas a la cara de la ONU-, colocaron clavos que será muy difícil extraer del féretro de esa organización.

Un somero y sangriento examen de países destruidos, poblaciones asesinadas de disímiles maneras, terrorismo, destrucción y verdadera barbarie, que ahora el imperialismo norteamericano -causante original-, busca achacar a otros igualmente nefastos, a quienes ellos organizaron, armaron, financiaron y estimularon para que sirvieran de instrumento a sus intereses que consideraban amenazados, tanto Estados Unidos como sus socios de la OTAN.

Una vez ignorada la soberanía de los demás países del mundo -tanto amigos como adversarios-, atropellada e ignorada la Carta de la ONU y desconocidas por su parte las normas más elementales y respetadas del derecho internacional, Washington aterroriza a sus semejantes y les advierte de forma irresponsable y amenazante: después de mí, el diluvio.

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