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Desangre de Iraq

23 de marzo de 2018

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Pese a no haber logrado la totalidad de sus objetivos, el imperialismo norteamericano sigue apostando por el desangramiento de Iraq, iniciado con una invasión general en el 2003 y que hoy continúa, mediante el implantamiento de bases militares situadas donde entrena a mercenarios para evitar la estabilización de un gobierno que no le es afín y tiene vínculos estrechos con Irán y Siria y respalda el apoyo solidario ruso al gobierno de Bashar al Assad.

Esto último da más raspones para la continuidad de una operación bajo el pretexto de combatir el terror por un Estado cuya acción responde precisamente al mal que propaga por el Medio Oriente.

Pero circunscribiéndonos a Iraq, la agresión de hace este marzo 15 años dejó en ruinas a una de las naciones árabes más prósperas, destruyó avanzados programas sociales y terminó con la aquiescencia de todas las etnias, aprovechando sus servicios secretos para enfrentarlas a unas contra otras, de ahí el caos interminable.

El ataque a Iraq formó parte de la agresiva política imperialista en el Medio Oriente, y obedeció a dos razones específicas: reservas petroleras y ubicación geopolítica. Estas motivaciones determinaron la continuada presencia imperial durante todo el siglo XX. Pero el ciclo iniciado en el 2001, con su declarada guerra contra el terror y la invasión a Afganistán, se ha caracterizado por nuevos atropellos que alcanzaron proporciones dantescas en Iraq.

Todavía se desconoce cuántas víctimas provocó la invasión norteamericana, aunque varias estimaciones computaron 600 000 muertos, cuatro millones desplazados y dos millones exiliados en su primer momento, cifras que siguieron incrementándose. Aumentó la desnutrición infantil, el 43% de población recayó en la pobreza extrema, la mitad de los trabajadores quedaron desempleados, el 79% de los habitantes carece de agua potable y se perdió al 80% de los médicos.

En Iraq ha imperado el terror cotidiano y ya nadie recuerda los ridículos argumentos esgrimidos por Bush para lanzar el ataque. Todos los funcionarios han reconocido que nunca existieron las armas de destrucción masiva y con gran cinismo hablan de “errores de evaluación” o “fallas de información”.

Es sabido que utilizaron un burdo pretexto para consumar una ocupación cuidadosamente planificada. Ahora Trump alega que Bush cometió un grave error al invadir al país árabe, pero ello es más bien por los percances a unas tropas bien armadas que nunca pudieron imponer su innegable preponderancia militar en el terreno.

El control del petróleo, subrayo, fue la causa directa de la invasión. Es conocida la vinculación de la familia Bush con ese sector y la urgencia por ampliar el abastecimiento de crudo importado, ante el escaso desarrollo de las energías renovables. Todos los gobiernos norteamericanos han buscado incrementar esa provisión, privilegiando la región del Golfo, que concentra dos tercios de las reservas mundiales y aporta el 30% de la producción.

Con el control de Iraq se intentó contrapesar la excesiva dependencia de suministros sauditas y se buscó incidir en la evolución de las cotizaciones del crudo.

El recurso natural más codiciado por las potencias afronta un horizonte de agotamiento que acentúa la rivalidad por su acaparamiento. La transición hacia un patrón energético independizado del petróleo será un proceso prolongado, que estimula la captura inmediata de todas las fuentes disponibles de crudo.

Como ese abastecimiento es por otra parte imprescindible para el complejo militar-industrial, salta a la vista la influencia del Pentágono en el ataque a Iraq. El petróleo es un insumo vital para el funcionamiento de la maquinaria bélica y garantizar su obtención en el Medio Oriente ha sido un principio estratégico central desde la presidencia de Carter.

Pero Iraq no carga sólo con la desventura de riquezas petroleras que el Imperio considera propias. Está ubicado en un punto de cruce entre China, la India y Asia Central que el poder norteamericano intenta rediseñar. Por esta razón, no se repitió la acción punitoria de la “Tormenta del Desierto”, sino que optó por la ocupación permanente y la instalación de un gobierno títere, posteriormente depuesto por otra gobernanza que no le es afín, por lo que ha preconizado grupos terroristas, como el Estado Islámico  para seguir la devastación e implantar aún más pánico.

Hay que considerar también que la agresión fue también una imposición del lobby sionista, que ha buscado perpetuar un estado de guerra en toda la región. La “acción preventiva” pretendió convencer al mundo árabe del carácter invencible de Washington y la consiguiente conveniencia de aceptar las imposiciones del sionismo. Esta política desestabiliza el mercado petrolero y entraña conflictos con los emires del Golfo, pero asegura el amedrentamiento militar.

Seguramente la enorme influencia lograda por los estrategas neoconservadores inclinó la balanza a favor de una incursión unilateral. Esta acción era recelada por los ideólogos tradicionales del establishment (como Kissinger y Brezinski), quienes advirtieron el peligro de repetir el pantano de Vietnam.

La ocupación de Iraq fue precipitada también por necesidades coyunturales de reforzamiento de la primacía del dólar, ante la amenaza de Hussein de comercializar el petróleo en euros. La invasión buscó brindar confianza a los países que acumulan bonos de Tesoro y financian los déficits gemelos de Estados Unidos. Todos los presidentes de la potencia imperial han llevado a cabo alguna acción militar significativa, contra países que pueden ser derrotados con facilidad y en poco tiempo. De esta forma, el imperialismo hace valer su poderío a escala mundial.

Lo cierto es que esa política desangró a Iraq, y lo sigue haciendo aún, mientras  EE.UU., trata de evitar lo que ya es una noticia cierta: la derrota en Siria, pese a sus pataleos, y el apoyo a la política genocida sionista contra los palestinos, a lo que dio un viso “diplomático”, con  el traslado de su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, violando todos los convenios internacionales al respecto y dándole una bofetada al mundo árabe, incluso a satrapías adeptas.

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