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De pecadores y castrados

20 de junio de 2013

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Cuando en mi adolescencia leía en la biblioteca del Liceo jatiboniquense aquellos libros profusamente ilustrados sobre la Primera Guerra Mundial, me horrorizaba ante el hecho de cómo los vencedores, principalmente en el escenario africano, castraban a los vencidos y los dejaban morir desangrados. Mucho después, el genocidio polpotista en Cambodia y el cuarto de millón de muertos civiles en dos décadas en Guatemala, entre otros ejemplos, se les podía comparar, hasta que hoy se conoce que unos 320 000 hombres, mujeres y niños kenianos fueron torturados hasta la muerte por el colonialismo británico.
Miles de documentos encontrados por el Foreign Office, después de negar durante años su existencia, dan prueba de hasta qué punto la represión fue brutal, sistemática y autorizada por Londres. Y consciente: “Si tenemos que pecar, pequemos en voz baja”, llegó a escribir con cinismo el Fiscal General que Gran Bretaña tenía destacado en la colonia, al justificar la necesidad de encubrir los abusos.
En los años cincuenta, la organización guerrillera keniana a la que los colonialistas -no sé el porqué.- denominó Mau Mau se levantó contra el dominio británico y, aunque fue derrotado, su ejemplo favoreció la independencia de su país en 1963.
La propaganda británica se esforzó en mostrar la lucha como un enfrentamiento entre la civilización y una secta de bárbaros criminales anti-europeos y anti-cristianos. Pocas personas en Europa se preocuparon por las demandas de los “salvajes”, como se conocía a los miembros del Mau Mau.
Las autoridades británicas promulgaron docenas de leyes arbitrarias y opresivas, extendieron el terror por Kenia y provocaron uno de los mayores y más desconocidos genocidios del siglo XX.
Según la historiografía británica, los campos de concentración en Kenia no tenían la misión de castigar a los kĩkũyũ (la etnia más numerosa de Kenia), sino de civilizarlos. Tradicionalmente se ha dado la única versión de que los ocupantes se dedicaron a enseñar a los nativos a ser buenos ciudadanos y así poder ser capaces de hacerse con el control del país más tardes
Pero toda la nación era un inmenso campo de concentración. Y esto fue así porque los británicos consideraron durante años que la práctica totalidad de la población (excepto sus colaboradores) era sospechosa de pertenecer al Mau Mau.
Oficialmente el Mau Mau dio muerte a menos de 100 blancos y cerca de 1 800 colaboradores kenianos; por su parte, los británicos reconocieron haber matado a  11 000 miembros del Mau Mau, pero historiadores londinenses reconocieron que la cifra podía llegar a la citada cifra de 320 000.
Las muertes en los campos se producían por agotamiento, enfermedades e inanición. Pero también por malos tratos sistemáticos y torturas. Era habitual que se golpease a los detenidos o se les apagasen cigarrillos en la piel. Se les practicaban electrochoques, se les quemaba, se les cortaba con cuchillos o botellas rotas, se les amenazaba con serpientes o se les introducían objetos por el recto o la vagina. A las mujeres se les aplastaba los pechos, y a los hombres los testículos. Se les mutilaba sólo por ser sospechosos.
En el Valle del Rift un hombre conocido como Dr. Bunny dirigía un centro de interrogatorios. Se le apodaba “el Josef Mengele de Kenia”, entre otras cosas porque obligaba a los detenidos a tragarse sus propios testículos. Todas estas salvajadas (miles) se mantenían en secreto, aunque el gobernador Baring estaba muy al tanto de ellas.  En fin, el caso es que en los últimos tiempos, la presión ejercida en torno a este tema sobre las autoridades británicas ha hecho que “por casualidad” comenzaran a aparecer documentos al respecto, y hace unos días se reconoció que debían ser indemnizados los pocos sobrevivientes y un número mayor de descendientes, aunque los abogados no pudieron quitarle el “sambenito” de terroristas impuesto injustamente a los Mau Mau y que solo se admitiera alguna rudeza en el trato infligido. Veamos solo tres de las decenas de miles de similares ejemplos:
Paulo Nzili, de 84 años, fue detenido en 1954, cuando volvía a casa. Las autoridades le llevaron al campo de Athi River, donde, entre otras torturas, le castraron con unas tenazas. Salió en libertad sin cargos un año después. A Ndiku Mutua (79 años) lo detuvieron en 1954. También le castraron.  A Jane Muthoni Mara (72 años) la detuvieron en 1954, cuando tenía 17 años. En sus tres años de detención sufrió numerosas palizas y la violaron con una botella de agua caliente. Una práctica  que era moneda corriente en el campamento.
Este crimen de lesa humanidad fue sintetizado en The Times por la profesora Caroline Elkins, del Centro de Estudios Africanos de la Universidad de Harvard:
“Al final de 1955, las autoridades coloniales habían detenido a casi toda la población kikuyu en alguno de los 150 campos de detención o alguno de los más de 800 pueblos cercados con alambres de espino. Detrás de los alambres, agentes británicos perpetraban inconfesables actos de violencia. Castraciones, sodomías forzadas con botellas rotas y ratas, torturas utilizando materias fecales y violaciones colectivas no eran más que algunas de las tácticas utilizadas para forzar a los detenidos a someterse”.

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