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Cosechando tempestades

7 de diciembre de 2015

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Esas calles parisinas donde más de un centenar de personas fueron asesinadas por terroristas, fueron testigos por estos días de la brutal represión policial a manifestantes que protestaban pacíficamente contra las políticas de las potencias que abocan al mundo a un desastre medioambiental, en el marco de la reunión internacional para tratar de encontrar una solución al grave problema.
No hubo mucha repercusión acerca de las golpizas a los indignados y preocupados ciudadanos, como sí la hubo sobre los atentados en París, acerca de lo cual millones de personas expresaron su horror.
Incluso algunos extranjeros se han sentido tan conmovidos que dicen haber experimentado la angustia por la que han pasado los franceses y hasta coinciden en decir que se sienten como si fueran de esa nacionalidad.
Que a alguien le guste “La Marsellesa”, ese hermoso himno nacional, no tiene que significar que se sienta francés, pero, como apunta un colega amigo, nunca ha escuchado a ninguna de esas personas horrorizadas por los atentados de París, sentirse sirios, afganos, libaneses, palestinos o saharauíes o de todos aquellos pueblos masacrados por el colonialismo y el imperialismo.
Esa falta de solidaridad con los muertos que no sean europeos es parte de la mentalidad colonial que impregna esas sociedades, cuyos medios de “información” ayudan a olvidarlos, porque no les afecta ese desangre cotidiano, porque no es occidental.
Toda esta parafernalia terrorista tiene su origen muchos años atrás, con una parada especial en los sucesos del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington, que sirvieron de pretexto a un Estado terrorista a desatar impunemente el terror, que se centró contra Iraq, Libia y Siria, bajo el pretexto de que allí existían dictaduras, cuando esos gobiernos, sin ser perfectos, tenían realmente aquiescencia popular y dedicaban ingentes recursos a su bienestar.
Miles de seres inocentes asesinados, destrucción casi total de la infraestructura, división y guerra civil fueron resultados de esas intervenciones imperiales en nombre de la democracia y la libertad.
Entretanto, apareció el Estado Islámico, cuyo origen ha tenido diversas conjeturas, aunque siempre procedentes de las filas del Occidente “democrático”.
En una entrevista muy poco divulgada con Al Jazeera, en agosto pasado, Michael Flynn, ex jefe de la Agencia de Inteligencia de Defensa de Estados Unidos, dijo que en el 2007 los neoconservadores convencieron al entonces vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, a respaldar las iniciativas para derrocar al legítimo gobierno de Bashar al Assad, mediante la creación de un estado que sirviera de cuña para aislar a Siria y el Hezbolá libanés, apoyando el establecimiento de un “principado salafista” en Siria oriental.
Esto también jugaría favorablemente para Israel. El salafismo, rama radical y extrema del sunismo, es la religión oficial de Arabia Saudita, que ha gastado grandes sumas en la exportación del salafismo y el Estado Islámico es un producto de ello.
Y ahora, tras los atentados en París, el gobierno francés se decida a atacar al Estado islámico, con posteriores pretensiones no muy claras.
No puede soslayar que Francia no es una víctima, porque, después de Estados Unidos, es la principal potencia occidental en la destrucción de países árabes, uno de los principales socios y aliados de Israel en su política de agresión contra el pueblo palestino, y participante activo de las intervenciones en Iraq y Afganistán, a lo que debemos sumar su política de complicidad con la monarquía marroquí, que ocupa el territorio del Sahara Occidental, violentando el derecho de autodeterminación del pueblo saharauí.
Hoy, cuando las víctimas son sus propios ciudadanos, Francia cosecha tempestades por haber sembrado la guerra en diversas latitudes.

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