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Bolsonaro o la insensatez

1 de mayo de 2019

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La acogida de la embajada de Brasil en Caracas a 25 militares que participaron en la fracasada asonada golpista contra el Gobierno Bolivariano de Venezuela es un capítulo más de las intrigas en las que está envuelto el fascista presidente contra todo lo que dimane a progreso en la región y en el mundo en general.

Es una política que se inscribe en la estrategia de la actual gobernanza norteamericana y en la que Bolsonaro ha actuado en consonancia, como le virtual expulsión de los médicos cubanos que atendían a la población pobre del país suramericano y el respaldo al sionismo en todas sus facetas.

Para él son enemigos todos los activistas contra el deterioro del medio ambiente, a quienes acusa de alarmistas y divulgar fábulas sobre el efecto invernadero, atacando al Panel Intergubernamental del Cambio Climático y a Greenpeace, desarrollando una política para hacer y deshacer en la Amazonia, donde está el mayor bosque tropical del planeta, considerado el pulmón de la Tierra.

Nadie duda de cuál sería la reacción de Bolsonaro si la cuenca amazónica fuese declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, organismo del que Trump retiró a su país por encontrarle “un sesgo antiisraelí”, meses antes de mudar su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, visitado recientemente por el fascista brasileño, quien se entrevistó con sus iguales de Israel.

Ahora, en el Brasil de Bolsonaro, empiezan a circular fake news inspiradas en el llamado Plan Andinia, una teoría conspirativa que alertaba en la década de 1970 sobre un complot sionista para arrebatar la Patagonia a Chile y la Argentina, con el fin de crear allí otro Estado judío.

Para eso están los terratenientes brasileños, con sus topadoras y motosierras. Los mismos que después reforestan sembrando soja donde antes había un bosque con ceibas milenarias.

El costo de salir del Acuerdo de París para Brasil sería que muchos empresarios afines al gobierno perdieran certificados de calidad necesarios para exportar sus productos. Sin contar que sería indispensable –a diferencia de Estados Unidos, donde el tratado no pasó por el Capitolio– el aval de una amplia mayoría parlamentaria.

Esto, si Bolsonaro no se decide a cerrar el Congreso antes, como dijo que haría hace varios años, siendo él un diputado, en una entrevista en que le preguntaron cuáles serían sus primeras medidas si lo eligieran presidente. “Daría un golpe ese mismo día”, respondió sin rodeos.

Me decía un colega amigo y buen crítico cinematográfico que al decir que la política ambiental de Brasil está “sofocando al país”, Bolsonaro se parece a ese personaje de Desperate Living (1977), la película de John Waters, que en medio de un ataque de histeria grita que odia la naturaleza, porque esos árboles inmundos le roban el oxígeno.

Mientras tanto, a la sombra de su plan de eliminar el Ministerio de Medio Ambiente para transferirlo al de Agricultura, Bolsonaro decidió que no destinará fondos públicos para financiar a grupos ambientalistas a los que el Estado les venía cediendo un porcentaje de las penalidades que pagaban depredadores de la Amazonia pescados in fraganti.

Así, fraguó su idea de terminar con la “industria de multas” que para él es el Instituto Brasileño de Medio Ambiente. No más “multas al campo” de los latifundistas, pero sí a los integrantes del Movimiento Sin Tierra.

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