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Aún más desigual

11 de septiembre de 2018

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Factores económicos positivos que se remontan al 2009 han puesto a Estados Unidos en un importante desarrollo que excede el 4% en lo que va de año, al tiempo que el desempleo descendió a un histórico 3,9%, lo cual ha llevado a la euforia al presidente norteamericano, Donald Trump, y a un Partido Republicano que trata de sacar provecho de ello en las venideras elecciones de medio término en noviembre.

No obstante esos hechos halagüeños, sigue aumentando la pobreza extrema en la nación más rica del mundo, porque, no sólo ahora, sino desde mucho antes, hay falta de voluntad política en las personas que tienen el control del poder.

Es corriente situar a los ricos como los impulsores del progreso económico, y los estereotipos que proyectan a los pobres como derrochadores, perdedores y estafadores.

En este contexto destaca la opinión del experto independiente australiano Philip Alston, quien en un informe sobre Estados Unidos culpó a una serie de gobiernos en Washington de no apegarse a sus compromisos en tratados por los derechos económicos y sociales, y criticó a Trump por jactarse de haber logrado un recorte de 1 500 millones de dólares en recortes fiscales, lo cual, “benefició a los ricos y empeoró la desigualdad”.

Funcionarios estadounidenses esgrimen que “el gobierno de Trump le ha dado prioridad a la creación de oportunidades económicas para todos los estadounidenses”, pero los informes de entidades neutrales confirman que el país de mayor poder económico en el planeta es negligente con sus habitantes pobres.

“Estados Unidos ya encabeza al mundo desarrollado en inequidad de ingresos y de riqueza, y ahora avanza a todo vapor para volverse aún más desigual”, apunta un documento de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.

A juzgar por el contenido y el tono de sus proclamas, y por la constatación de sus más fieles asesores en la Casa Blanca, la defensa del proteccionismo y las apelaciones al patriotismo son las dos piedras filosofales de su ideario. Los temas con los que se siente plenamente realizado, los que colman su ego.

Más, incluso, que su feroz y constante insistencia en que el Congreso firme el acta de defunción de dos de las iniciativas que marcaron el mandato de Obama, el MediCare y la Ley Dodd-Frank: la asistencia universal a la Sanidad y las reglas contra las malas praxis del sector financiero, que hizo acopio de activos tóxicos hasta el punto de desencadenar el mayor credit crunch desde 1929, y en respaldo de los derechos del consumidor.

O que su doble rebaja fiscal, sin precedentes en la historia por el calibre de sus recortes tributarios, o el incremento presupuestario, también histórico, destinado a Defensa, que manejará este año una partida de nada menos que 600 000 millones de dólares, bajo la justificación de modernizar el Ejército, dotarles de armas innovadoras y preparar a EE.UU., ante nuevos desafíos globales.

Pero la afrenta de Donald Trump contra el libre comercio puede provocar que su deflagración le salga por la culata. Porque los efectos colaterales de su ordenado incremento de tarifas sobre las importaciones de acero –del 25%– y de aluminio (10%) no parecen que estén completamente bajo el control del actual inquilino de la Casa Blanca.

Hay aspectos que revelan dudas sobre la victoria de Estados Unidos en esta contienda, todos ellos de enorme valor para Washington, de índole económico, aunque también geoestratégico, y que dejan en entredicho las palabras de Trump de que “las guerras comerciales son buenas” o su pronóstico de que EE.UU., “ganará” al final.

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