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“No concibo la vida sin leer”

3 de noviembre de 2017

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Algo indudablemente natural y lógico resultó para la periodista, narradora y traductora argentina Ana María Radaelli, dado su amor por los libros, el querer, desde edad muy temprana, “imitar” a sus héroes preferidos e intentar dejar “escritas” sus impresiones de tal empeño.

He ahí, seguramente, la génesis de su fecundo ejercicio periodístico que desarrollaría mucho tiempo después –en publicaciones como las revistas Tricontinental y Cuba Internacional y el periódico Resumen Semanal de Granma–, labor que propició su definitiva entrega a la narrativa de ficción.

–Recuerdo –rememora– una “novela” que empecé a escribir teniendo unos 11 o 12 años. Yo solita me di cuenta, al cabo de muchas páginas, que lo escrito era un plagio asqueroso de Mujercitas, de Louise M. Alcott… Así que probé suerte con la poesía, ¡y en francés!, con idéntico resultado: otro plagio asqueroso, esta vez de Baudelaire. Entonces decidí seguir leyendo mucho, crecer y, llegado el momento, estudiar en serio y a fondo la Literatura, cosa que hice, muchas veces contra viento y marea.

Lo que en un principio fue un impulso imitativo, se convertiría en pasión y razón de vida. Claro, primero había que vencer un obstáculo que parecía insalvable: después de Tolstoi, Kafka, Proust, Faulkner o Rulfo, ¿cómo escribir? Creo que mis ángeles tutelares, que están presentes en todos mis libros, me ayudaron a derrotar la muy lógica inhibición que me paralizaba.

El ámbito familiar, en su natal Buenos Aires –ciudad donde nacía en 1940–, fue determinante para que Ana María Radaelli desarrollara su pasión por conocer y disfrutar las historias contadas en las páginas de esos libros que, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, nunca olvida.

–Hija de lectores empedernidos, fui una niña privilegiada. Los mejores recuerdos que guardo de mi infancia están íntimamente relacionados con la lectura. ¿Podía acaso haber algo más placentero que dejarse llevar Mississippi abajo, fumando una pipa y pescando lo que sería el más suculento de los desayunos, custodiada por Tom Sawyer y su amigo Huckleberry Finn? Invisible a los ojos de cualquier mortal, navegaba yo, antes, en medio o después de una temible tempestad, o me enfrentaba, muerta de espanto, en la total oscuridad de una caverna tan horrorosa como anhelada, a una gavilla de facinerosos, malos de toda maldad, para luego y sin transición, con paciencia y esmero y todo tipo de habilidades desconocidas, construirme, leño a leño, junco a junco, una cabaña perfecta en una isla perdida en el mar (que todavía no conocía), y hartarme de frutas deleitosas que colgaban en racimos, al alcance de mi mano, antes de sumirme, sin tomar respiro, en la tarea inaplazable de asegurarla y recomponerla una y otra y otra vez, un clavo por aquí, una tablita por allá, aterrada ante la idea de que una tormenta pudiese arrasar con ella y dejarme sola y a la deriva en la inmensidad de un océano erizado de tiburones hambrientos, satisfecha y orgullosa de mi obra, envidiosa hasta el desasosiego de la suerte inaudita del viejo náufrago, al que deseaba de todo corazón que nunca y a nadie se le ocurriese venir a buscarlo, rescatarlo y llevárselo de vuelta a su casa, qué horror.

Con Mark Twain a la cabeza, la lista de mis autores primigenios es larga… Ya estaba preparada para, un poco más tarde, descubrir a Dostoievski, mi primer y colosal deslumbramiento. También el hecho de frecuentar desde muy jovencita, gracias a los buenos oficios de mi madre, la literatura francesa en idioma original, me abrió nuevos escenarios y perspectivas que no dudo en calificar de fabulosos.

La autora de novelas como A cielo abierto, de cuadernos de cuentos como Las puertas vacías y de libros de crónicas como Destino Cuba, no considera, como es fácil imaginar, que la lectura sea un hábito.

–Se trata, evidentemente, de una necesidad, por demás imperiosa, agregaría. Muchas veces pienso que la gente que no lee está lejos de saber lo que se pierde, es como decirle a un ciego que no sabe lo que se pierde ante un espectáculo tan deslumbrante como estrafalario cuando, desde el Malecón habanero, asistimos a una puesta de sol. ¿Se puede acaso explicar con palabras esa sinfonía chisporroteante de colores? ¿Cómo hacer partícipe a un no-lector de lo que significa adentrarse en mundos desconocidos, sentirse tan hermana de la Maga como de Sonia y Raskolnikov, asistir a la tragedia del gueto de Varsovia o ser testigo, de la mano de Nadine Gordimer, de la vida infrahumana de los negros en los infrahumanos suburbios de Johannesburgo, desandar Dublín escoltada por Joyce, o de súbito encontrarse en Comala, el pueblito de los murmullos, o en Macondo, el de los encantamientos?

Simplemente no concibo la vida sin leer, siempre a mano un buen libro que me haga soñar o sufrir o divertirme en mundos para mí desconocidos o de sobra conocidos, inmersa en el decursar de la conciencia de personajes que viven su vida y de la cual yo paso a formar parte. Basta abrir el libro y dejarse llevar…

El decrecimiento de la lectura, tanto en Cuba como en otras latitudes del mundo, es, para Ana María Radaelli, una realidad dolorosamente cierta. Tal certeza la lleva a reflexionar sobre uno de los temas que preocupa, y ocupa, al universo editorial contemporáneo.

–Recuerdo que cuando llegué a Cuba, en 1969, no era raro encontrar gente leyendo en un parque, en la guagua, en la sala de espera de un hospital… Hoy el panorama es muy distinto. Solo veo personas fija la vista en el celular, la tablet, aisladas del mundo que las rodea y eso me produce una terrible desazón, que a veces se traduce en angustia. El mundo reducido a una imagen, fíjate la palabra, imagen…

Y cuando he viajado, he visto lo mismo. Una suerte de despersonalización que, además de fatua, me parece sumamente peligrosa. Las nuevas tecnologías, que están ahí para un montón de cosas buenas, en cuanto a información, comunicación, etc., etc., devienen muros aislantes que confinan al ser humano en la peor de las soledades.

Aunque no posea una respuesta a la interrogante de cómo lograr que la lectura interese a los lectores potenciales –en especial a niños y jóvenes–, la autora de Temblando de olvido andan los muertos, libro finalista del Premio Casa de las Américas en 1992, comenta sobre algunas problemáticas relacionadas con tal propósito.

–Sé, por experiencia, digamos propia, que un niño que ve en película Los tres mosqueteros o La isla del Tesoro o Robinson Crusoe, para ponerte ejemplos paradigmáticos, no tiene el mínimo interés en ir a buscar el libro, ¿para qué, si ya vio todo en imagen? Y de nuevo la imagen. Es triste, pero es así.

Sin embargo, creo saber que sí somos malísimos en lo que a promoción de la lectura se refiere. En casas tantas veces huérfanas de libros, le toca a la escuela promover el hábito de la lectura. ¿Y qué vemos? Que al niño, al joven, se le pide un “resumen” de la obra literaria que se estudia, algo que generalmente hacen los padres que disponen de Internet, copio, pego, imprimo y ya está. Sé de jóvenes, prontos a ingresar en la Universidad, que jamás han leído un libro. ¿Puedes creerlo? Me parece aterrador.

Y para qué hablar de nuestros medios, también huérfanos en lo que a divulgación literaria se refiere. Y ni qué decir de la mayoría de los “promotores” de nuestras editoriales… Cuando se presenta un libro, si te enteraste, mejor, si no… Antes, se promocionaba bastante el Sábado del Libro, ya, ni eso. La plástica y la música corren con muchísima más suerte. Y aunque hiera tu modestia, déjame decirte que no todos los supuestos encargados de la difusión del libro tienen la vocación y el oficio de un Fernando Rodríguez Sosa.

Ni pensar quiere Ana María Radaelli, residente en la capital cubana hace casi medio siglo, en la posibilidad de que, como se preconiza desde hace ya varios años, el libro en soporte de papel sea totalmente desplazado por las nuevas tecnologías.

–Sé que somos millones los que amamos sentir el libro, tocarlo, manosearlo, respirarlo, marcarlo, subrayarlo, llevarlo a cuestas o dejarlo en casa esperando nuestro regreso. No, el libro como tal no creo que jamás desaparezca. Un mundo sin la magia del libro en papel, así sea de papel “gaceta”, amarillento y quebradizo, sería demasiado triste. Porque, para mi, el libro es alfombra mágica, un barco todas las velas al viento desplegadas hacia esos mundos, hacia esa gente que los habita… Y también: Brújula, Bálsamo y Refugio.

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