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Mylene Fernández Pintado: “Debo a los libros cualquier virtud en mi escritura”

21 de marzo de 2018

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La afirmación puede parecer demasiado absoluta, para algunos hasta insólita, pero, incuestionablemente, no me equivoco al asegurar que Mylene Fernández Pintado es hoy una de las más conocidas, y reconocidas, narradoras cubanas gracias a su apasionada avidez, desde su más temprana niñez, por descubrir los secretos que encierran las páginas de un libro.

Recuerda la autora de una decena de libros, en los géneros de cuento y novela, que, cuando escribía “Anhedonia”, su primer relato, por entonces con 31 años, no conocía el mundo de los escritores, nunca había entrado a la casona habanera de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y, menos aún, sabía de concursos, jurados, editores, críticos…

Todo lo que pueda haber de válido en mis textos –comenta–, se debe a lo que he leído. En mi familia no hubo escritores, si bien mis padres eran muy cultos. Mis estudios universitarios no tuvieron que ver con carreras de letras, comencé estudiando arquitectura y, luego de dos años y un poco de papeleo, me cambié a la Facultad de Derecho, donde se lee mucho, pero son libros académicos. Una vez graduada, trabajé como asesora legal en el ICAIC durante 17 años.

Nunca fui a un taller literario, no sabía que existían, ni lograba imaginar en qué consistían o cómo se podía enseñar a escribir a alguien. Todo lo que sabía de la literatura estaba contenido en los libros que había leído. Te cuento que luego he sido jurado en muchos concursos y he premiado a muchos egresados de esos talleres, que evidentemente arribaron con talento, vocación y ciertas herramientas que en los talleres se fueron perfeccionando.

 51-Q3gNKUFL._SX302_BO1,204,203,200_De manera intuitiva, sin un conocimiento académico de las más elementales técnicas narrativas, Fernández Pintado ha logrado presentar a sus lectores un personal discurso, que le permite contar sugerentes historias que invitan a reflexionar sobre el amor, el exilio, la vida.

Una vez, alguien en mi casa, mientras leía un manuscrito al que apenas había puesto el punto y final, lo analizó desde el punto de vista de las técnicas literarias y, mientras lo elogiaba, las iba citando. Me quedé muy agradablemente sorprendida, de ver cuántas estructuras válidas yo usaba, sin que supiera ni que eran estructuras válidas, ni cómo se llamaban.

En otra ocasión, en una de las tesis que se han hecho sobre mi obra, vi a su autora desplegar en la pizarra todo un esquema que diseccionaba una de mis historias como si fuera una función trigonométrica, con curvas de esas que en geometría descriptiva significan senos y cosenos, mientras explicaba su forma, el íter del cuento con las armas de los que saben, esa teoría que para mí es aún un misterio que a veces intuyo, feliz con mi descubrimiento de amateur. Te reitero: aprendí a escribir, si es que se aprende, leyendo a los que saben. Y debo a los libros cualquier virtud en mi escritura.

El conocimiento de los libros, así como su interés por leerlos, comenzó, como es fácil imaginar, mucho tiempo antes. Con apenas cuatro años, la autora galardonada con los Premios Ítalo Calvino y de la Crítica Literaria por su novela Otras plegarias atendidas, rememora el momento en que descubrió una práctica que la acompañaría para siempre.

 Mi madre me enseñó las primeras combinaciones consonante-vocal y luego las seguí haciendo. Siempre me compró muchos libros. Cada Día de Reyes, entre los regalos había una colección de libros para mí y una para mi hermana, organizados de mayor a menor. Esto fue tan sistemático en mi infancia –los tuve desde antes de aprender a descifrarlos–, que pensaba que los libros venían en colecciones y no que ella los compraba separadamente y los organizaba.

Mis padres viajaban mucho y me traían libros, no sé si era común que, en los viajes, se les trajeran libros a los niños en vez de otros objetos, pero yo tuve bellísimas ediciones de Tom Sawyer, La cabaña del tío Tom, Las mil y una noches, Alicia…, Peter Pan y Wendy, Heidi, Mary Poppins y muchos de Verne. Pasé las convalecencias de muchas enfermedades infantiles rodeada de libros lindos.

No olvida Mylene Fernández Pintado cómo los libros la acompañaron, siendo una niña, cuando vivió en Chile, mientras sus padres desempeñaban labores diplomáticas en la embajada de Cuba en ese país, durante los hermosos y convulsos años del gobierno de la Unidad Popular encabezado por el presidente Salvador Allende.

Entre 1970 y 1973, vivimos en Santiago de Chile. Recuerdo que un día estábamos en Valparaíso, pasamos frente a una librería donde se exhibían libros de Louise May Alcott y, sin saber quién era, me quedé tan fascinada que mi madre me prometió comprármelos luego de almorzar, porque la librería estaba cerrada. Casi no comí, porque pensaba solo en los libros prometidos.

 

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Por entonces, en Chile, mis padres me regalaron una enciclopedia de diez tomos para niños y adolescentes y una colección sobre la historia de la pintura en 27 tomos. Todo esto desapareció, porque en mi casa pusieron una bomba. Recuerdo mi ejemplar de David Coperfield, de Orgullo y prejuicio y mi ansiedad por comenzar a leerlos, mientras estaba obligada a hacer otras cosas y los miraba como a la manzana de la tentación.

Durante esos años, existía una colección maravillosa, se llamaba Minilibros Quimantú. En esos libritos descubrí a Mark Twain, Stephen Crane, Juan Rulfo, Oscar Wilde, Thomas Mann, Poe… Cada semana, en televisión, anunciaban la nueva entrega. Eran libros bonitos y costaban poco, porque era un modo de acercar la literatura universal a todos los chilenos. En una boda a la que fui cuando tenía 7 años, encontré El viejo Djin Jottabich, aún no publicado en Cuba, lo pedí a la novia y me lo regaló.

En primaria, me fingí muchas veces indispuesta para no ir a la educación física y quedarme en la biblioteca, que tenía, en lo que en un tiempo fueron unos baños gigantescos, montones de libros viejos, que no estaban en los estantes. Allí mismo, sentada en unos muros de azulejos, con la luz que entraba por unos ventanales enormes, leí Papaíto piernas largas y muchos otros. Leía en vez de jugar a los cogidos, de nadar en la playa durante las vacaciones o de montar bicicleta. Leía cada noche, bajo la manta, los libros que había escondido para que mis padres no los decomisaran a la hora de dormir o mi hermana no había secuestrado para obligarme a jugar.

Rememora la influencia de sus padres en su devoción por la lectura. Era común oírlos comentar de Kafka, ver un ejemplar de Cien años de soledad en la mesa de noche de la habitación que ocupaban. “Ellos leían, tenían preferencias muy distintas y las debatían. Y, sobre todo, se preocuparon porque yo amara los libros. Murieron jóvenes y sus libros aún me rodean”.

Interesante resulta conocer, para quien disfruta el placer y el conocimiento que siempre proporciona un libro, qué opinión le merece el controvertido tema de definir a la lectura como un hábito o como una necesidad de enriquecimiento espiritual del hombre.

Semánticamente, el hábito es eso que se adquiere por repetición o se origina por tendencias intuitivas y esas son dos formas de acometer la lectura. La necesidad es todo aquello a lo cual es imposible sustraerse y la lectura puede llegar a ser también eso, según la persona. Quien siente esa necesidad de leer, claro que la satisface con la lectura diaria. O el hábito que se crea en una persona puede hacer que leer pase de ser una agradable actividad repetida a ser algo a lo que uno no puede resistirse. Algo que va tomando posesión de nuestro tiempo, de nuestra vida espiritual.

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Hay realmente quien no lo ha necesitado nunca y, quizás, si se le hubiera creado como hábito, la sentiría. Hay quien ha sido obligado a leer y, cuando ha podido decidir, lo ha abandonado. Hay quien ha tenido poco contacto con el mundo de la literatura, por el entorno y las condiciones en que ha vivido y, pese a esto, ha apostado por los libros con todo su ser. Se puede inculcar el amor a los libros, el hábito y la necesidad de leer.

 Hay quienes la adquieren sin que nadie se los proponga, otros necesitan de solo un empujoncito, otros de algo más que eso. Y están aquellos a los que simplemente no les gusta. En estos casos, quiero creer que, seguramente, hay un libro-llave para cada persona, que abre esa puerta de las bibliotecas que cada uno de nosotros va poco a poco tomando por asalto.

Me gustaría descubrir ese libro para darlo a los que no leen, estoy segura de que cada uno tiene el suyo. Muchas veces sucede que ese libro y esa persona, como algunas «medias naranjas» en las películas, las canciones o las telenovelas de amor, aún no se han encontrado. Quizás esto sea una especie de utópico punto de partida para promover esa necesidad que se sacia leyendo habitualmente. O para que surja ese hábito que luego se vuelva necesidad.

Para mí, si quieres una definición, más allá de hábito o de necesidad de enriquecimiento espiritual, la lectura es un pasaje a la luna, mi fuerza de gravedad, velas y anclas, raíces y alas. Mi mejor virtud y el tiempo más placentero y mejor invertido en mis 54 años. Aprender, descubrir, conocer, saber.

Otra problemática que también preocupa, y ocupa, a autores, editores, libreros y lectores de varias latitudes –el vertiginoso decrecimiento del interés por leer, tanto en el mundo como en Cuba– es igualmente tema de reflexión para quien comparte su vida entre La Habana y Lugano.

Ante todo, me vienen a la mente factores diferenciadores, como el clima. Se habla, por ejemplo, del mito de la cantidad de lectores y escritores en Escandinavia, por el frío, las largas noches que obligan al recogimiento y la privacidad de los hogares calentitos. El nivel de instrucción, el tiempo libre, las posibilidades, la idiosincrasia, también se añaden como variantes a la constante, no muy edificante, de que de verdad se lee menos en estos tiempos que corren.

 

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En Italia, existen clubes de lectores, que se enfrentan con los mismos retos del mundo moderno, pero están intentando resolverlo. Los clubes son nutridos y tienen muchos blogs de lectura, donde se comenta lo que se va leyendo. Existen también en Estados Unidos, recuerdo uno que se llama goodreads y es una buena brújula para los posibles lectores de una obra.

En el mundo de hoy se publican muchísimos libros. Cuando ví mi última novela en las librerías italianas y norteamericanas, en medio de tantas otras, tuve como un ataque de pánico. Existen las ferias, los festivales, las comparecencias –en universidades, bibliotecas, escuelas–, las lecturas en cafés o las cenas de autor-editor. Las editoriales y las librerías promueven los libros en todos los medios a su alcance, prensa escrita, televisión, radio, sitios webs de las librerías; hacen postales, afiches; invitan a los escritores a las ciudades.

Es un trabajo duro, en un mundo tan lleno de otros objetos que la publicidad nos vende como de primera necesidad. Pero ellos siguen perseverando y es maravilloso ver cómo llenan las librerías los días de las presentaciones, las graban y las ponen en youtube y en los socialnetwork, a veces tan despreciados porque pensamos que son solo el cobijo de frivolidades y maledicencias, pero que sirven para recomendar libros, alabarlos y dar publicidad.

He conocido a varios libreros y editores, personas amables, hospitalarias, ingeniosas –algunos, incluso, escriben. He visto librerías y editoriales acogedoras, algunas casi mágicas. City Lights y MarcosyMarcos, las últimas con las que he publicado en Estados Unidos e Italia, son sitios encantados, poblados por personas que dan todo de sí para hacer libros y hacerlos leer. Entre los libreros, recordaré siempre la dueña de la librería Dovilio, en Caltagirone, en Sicilia, por ser la librera más entusiasta que he conocido.

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Una vez vi en los metros y autobuses de Madrid, una campaña para estimular la lectura. En su interior, estaban escritos fragmentos de libros, supongo que los más “atractivos”. Luego decía: “¿Quieres saber más?” Y a continuación, citaba el título y el autor. Era conmovedor, pero, aquí es impensable, el viajero de autobús ya tiene todas las neuronas ocupadas en subir, no ser maltratado en el interior del vehículo, en lograr caminar hacia la puerta de salida y bajarse en su parada. No podemos pedirle que lea fragmentos de nada. Hay Quijotes, sin embargo, que leen en las guaguas repletas. Una vez ví uno –creo que es de las mayores satisfacciones que recuerdo– con mi libro Litte woman in blue jeans, en una guagua en la avenida 19, en Playa, parado, con una mano en el tubo y la otra en mi libro.

 

Respecto a Cuba, en general, no estamos mejor ni peor en cuanto a los lectores menguados y la competencia de otras atracciones. Las nuevas tecnologías, aunque sea de manera elemental, han llegado aquí y las otras opciones también. Se lee menos que antes, los jóvenes no son tan amantes de los libros, hay otras cosas que estimulan su atención y que no existían antes. Todo esto hay que tenerlo en cuenta. Se vive más de prisa, las necesidades materiales se han vuelto más necesarias o más materiales. Quizás los mismos adultos que leyeron mucho cuando eran niños, hoy leen menos y dedican menos tiempo a incentivar la lectura.

 Está, igualmente, el problema de la distribución: ¿cómo y hacia dónde se mueve un libro? Es algo que tiene que ver con la infraestructura y el transporte, mecanismos que desconozco. Finalmente están las librerías. También aquí ellas hacen alguna promoción, organizan lecturas, conversatorios con los autores. No sé si se valora la figura del librero, que reina en esa casi última morada del libro. Hay librerías que tienen más ventas, quizás, entre otras cosas, porque tienen buenos libreros y vendedores, gente amable que te acompaña a los estantes y busca contigo.

 Sobre la promoción, creo que hay que apoyarse en los medios de comunicación clásicos, la radio y la televisión; los otros no son masivos ni gratis y, muchas veces, las personas que leen no son precisamente las que más se conectan en las redes sociales. Se hace publicidad en las redes, pero esta queda en un círculo estrecho por las razones que todos conocemos.

¿Cómo lograr que el libro se convierta, de nuevo, en el centro de atención de los lectores potenciales, fundamentalmente los jóvenes? Aunque Mylene Fernández Pintado aclara que su opinión no parte de experiencias ni especializaciones, sino solo de ser madre de un adolescente –quien, a pesar de no leer, curiosamente tiene una buena ortografía–, son reveladoras sus reflexiones al respecto.

A los jóvenes les gusta estar juntos, en grupos, por lo que interesarlos en algo debe ser más fácil si se hace de manera colectiva. Pero, a la vez, las nuevas tecnologías no estimulan la reunión, sino todo lo contrario. A diferencia del cine, el teatro, las muestras de pintura, las presentaciones de libros, las últimas atracciones en llegar al mundo suponen el disfrute en solitario. Y esto podría suponer una contradicción en cuanto al método para incitarlos a leer y el modo en el que ellos lo harán.

Creo que hay que buscar un lenguaje que les resulte ameno, cómplice, que baje los libros de ese pedestal alto o ese altar lleno de polvo, sagrado e inaccesible, poco interesante y moderno, en el que muchos de ellos lo han colocado. Hay que explicarles que el libro está también en esos mismos dispositivos que acaparan toda su atención. Quizás, si las personas que admiran les hablan de esta conexión, podrían ser mensajeros muy efectivos en la incitación a la lectura.

 

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Hay letras de rap, hip hop, que son buenas, poéticas e interesantes. Hay que empezar buscando qué les importa y ver cómo se parte desde allí. Y conocer a los jóvenes, saber dialogar con ellos e interesarlos. No es fácil, los adultos somos los padres, los profesores, los que dictamos reglas. Se necesitan personas carismáticas, magnéticas, a quienes se les den recursos para que puedan realizar su trabajo.

He ido un par de veces a escuelas preuniversitarias, siempre hay un grupo de veras interesado, siempre pequeño. Y uno grande, al que no le importa, pero si uno habla cosas interesantes, esos desinteresados se incorporan. Todos fuimos jóvenes y los que siendo jóvenes fuimos devotos lectores, también nos comportamos como adolescentes. Eso es importante recordarlo, si queremos comunicar con ellos.

No es difícil para quien recibía, en 1998, su primer galardón literario –el Premio David, por su cuaderno de cuentos Anhedonia– definir al libro como “una puerta al jardín de Alicia o a la isla de Peter Pan, el mejor amigo para los malos momentos o el anfitrión de la mejor de las fiestas, una invitación siempre abierta a visitar lugares y tiempos y conocer personas de todos los sitios y épocas”.

Mylene Fernández Pintado no cree, por ello, que el libro, tal y como lo conocemos desde hace siglos, vaya a morir en el tiempo por venir. Está convencida de que ambos soportes –el papel y el digital– coexistirán en armonía, la misma que le gustaría que existiera para otras filosofías o actitudes.

Son dos formas distintas y cada una tendrá sus seguidores o los mismos lectores se acercarán a ambos soportes. No me gusta leer libros en formato digital, eso creo que tiene que ver con el hecho de que paso mucho tiempo frente a la pantalla para escribir. Cuando lo he hecho, porque los he descargado como único modo de tenerlos, los he disfrutado.

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Personalmente, repito, prefiero siempre el libro clásico. Me gusta tener el objeto –que cada vez se vuelve menos objeto y más persona–, conservarlo conmigo y llevarlo a todas partes, a la playa y a la cama. Cuando era niña, traté de ponerlo en equilibrio entre la pila de agua caliente y fría, para no interrumpir la lectura mientras me bañaba. Aquello no dio resultado y, entonces, pensé en si sería posible hacer libros con hojas plásticas.

Me gusta hojearlos, subrayarlos, hacer dibujitos en las páginas, anotar frases, o el teléfono o un mensaje de quien me llama mientras estoy leyendo. Hasta muchas veces uso el libro de turno como agenda, lo cual no es muy útil. Subrayar y hacer anotaciones –me dirán algunos– se puede hacer también en formato digital, pero no es lo mismo ese subrayado tembloroso de la pluma o el lápiz, la flecha sinuosa, la frase escrita a mano, los signos de admiración ante las frases que me gustan y las de interrogación cuando son dudosas. Las cosas que se nos ocurren mientras leemos o los arabescos que dibujamos casi inconscientemente, y que vienen dictados por lo que sucede en nuestra mente mientras leemos, son como un test de Rorshash privado.

 Cada libro que leo se vuelve depositario de todo lo que vivo y pienso mientras lo estoy leyendo. El formato digital no me parece –esta es una opinión muy personal– adecuado para tales confidencias y confianzas. Pero, pese a que soy decimonónica en lo que se refiere a las tecnologías, me alegra que existan los libros electrónicos y los ebook readers. Le doy la bienvenida a todo lo que aún está por llegar, para que los amantes de lo nuevo tengan la literatura a mano, mientras los otros seguimos fieles a la cofradía del libro de papel.

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Comentarios



Martha O. Pèrez Cortès / 22 de marzo de 2018

Excelente entrevista. No pude leerla de una sola vez por cuestiones de trabajo, pero tuve que retomarla nuevamente. Es fasciente leer sobre el placer que proporciona la lectura. Me gusta mucho leer, de joven tenìa un libro pequeño para llevar en la cartera y leerlo en cualquier lugar que tuviera oportunidad y otro grueso debajo de la almohada, para leer antes de dormir.