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“La lectura es un goce aprendido”

19 de julio de 2017

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Me atrevería sin temor a asegurar que, en el diverso panorama de la literatura cubana de entre siglos, la trayectoria intelectual que, a lo largo de varias décadas, ha desarrollado Rodolfo Alpizar Castillo resulta no solo enriquecedora, sino también algo inusual.

Graduado como Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad de La Habana, en el año 1974, laboró, entre otras instituciones, como investigador, por casi dos décadas, en el Instituto de Literatura y Lingüística José Antonio Portuondo Valdor.

A la traducción de obras de autores portugueses, brasileños y africanos de habla portuguesa –entre ellos José Saramago, Frei Betto y Mia Couto– llegó un día por azar, labor reconocida con el prestigioso Premio Aurora Borealis 2011 de literatura de no ficción, concedido por la Federación Internacional de Traductores.

Novelas y cuentos conforman, igualmente, la bibliografía de este escritor, en que aparecen, entre otros títulos, la novela Robaron mi cuerpo negro, el cuaderno de relatos Amorosos disparates, aberraciones para escoger y la noveleta para niños Rafael y el caballito de madera.

El tránsito de Rodolfo Alpizar Castillo desde la investigación hacia la traducción y la escritura lo convierte, incuestionablemente, en un conocedor del libro y la lectura, dos temas polémicos en el mundo contemporáneo, que ahora centran este diálogo.

 

 

¿Recuerda en qué momento se interesó por la lectura? ¿Propició su familia esa predilección por leer?

 

No sabría encontrar un inicio de mi interés por la lectura, ni qué lo motivó. Acaso nací queriendo leer. De mi niñez no recuerdo nadie de la familia con libros, salvo mi abuelo materno, con su Biblia…, pero no fue alguien a quien deseara imitar. A mi madre nunca le alcanzó el tiempo para mucho más que criar a sus hijos (me dio diez hermanos). A mi padre tampoco lo recuerdo con libros durante mis primeros años, aunque sí de adolescente. Sin embargo, por él conocí que un tal Víctor Hugo escribió Los miserables, libro que algún día yo debía leer, como había hecho él en su juventud. Él conocía otras obras de Víctor Hugo, y pienso que también a Don Quijote. Siempre quise leer esas obras que le había oído mencionar.

Recuerdo que, muy niños, mi hermano Rafael –un año menor– y yo aprendimos a leer jugando con una pelota que tenía escrito el sobrenombre de un político. No recuerdo qué nos motivó. Preguntamos a nuestro padre qué decía ahí, y empezamos a inventar combinaciones de letras. De la pelota pasamos a cuanto tuviera letras; preguntábamos a nuestro padre, él nos deletreaba, y continuábamos por nuestra cuenta.

Mis primeras lecturas fueron los “muñequitos” –mis preferidos eran las aventuras juveniles de Supermán y, a alguna distancia, vaqueros y Bat Man–; a continuación llegaron las novelas de bolsillo de vaqueros, historias del fbi y cuanto mostrara letras sobre un papel. No leí más de dos o tres novelas rosa, supongo que por ser “cosa de mujeres” –el machismo se inculca desde bien temprano–.

Confieso que, aunque leí algunas aventuras de Salgari, me resultaban aburridísimas, y no recuerdo haber leído a Verne durante los años de mi infancia y pubertad, de manera que el esquema de muchos escritores no se cumple en mí. Hay que tomar en cuenta que procedo de una familia que no siempre tenía cómo comprar la comida del día, y adquirir libros no entraba en su horizonte.

Gracias a la creación de Ediciones Huracán pude leer Los miserables allá por los sesenta; recuerdo la satisfacción de mi padre. Tal vez sea creación de mi memoria, pero guardo el recuerdo de que volvió a leer la novela por entonces, junto a otras que yo iba adquiriendo. A Don Quijote lo leí en una edición española de 1931 que guardé por muchos años. Tendría yo 17 o 18 años por entonces. Me marcó para siempre. Al cabo de los años, creo que esos dos títulos y Crimen y castigo, también leído antes de los 20 años, influyeron en el despertar de mis inclinaciones hacia la escritura, tanto como, en otro sentido, textos como Así se templó el acero, Somos hombres soviéticos y La joven guardia fueron importantísimos en mi formación política.

 

 

¿En qué medida su interés por la lectura influyó en el desarrollo de su obra como escritor?

 

Creo que en mucho, si no en todo. Nunca había pensado en eso, pero es posible que a Víctor Hugo, Cervantes y Dostoievsky les deba haber sentido la necesidad de escribir. De hecho, Cervantes es uno de mis tres autores de referencia (los otros son Carpentier y Saramago). Pero no puedo olvidarme de Benito Pérez Galdós y sus novelas, sobre todo sus Episodios nacionales, que me bebía uno tras otro en mis tiempos libres, siendo ya estudiante universitario. A don Benito debo cierta inclinación a novelar temas históricos, y alguna vez deseé hacer lo mismo que él con la historia de Cuba. Abandoné la idea a tiempo, aunque, al parecer, no del todo.

 

Rodolfo Alpízar pressu novela Robaron mi cuerpo negro, publicada por la Editorial Letras Cubanas.

Rodolfo Alpízar Castillo presentando su novela “Robaron mi cuerpo negro”, publicada por la Editorial Letras Cubanas. Foto tomada de Cubaliteraria

 

De acuerdo con su reconocida experiencia como traductor, ¿puede la traducción influir –positiva o negativamente– en la lectura?

 

No sería capaz de generalizar, hablo de lo que sucede conmigo: Influye positivamente. Siempre que traduzco una buena novela quedo con la sensación de que he pasado un curso de narrativa, además de disfrutarla. Lamentablemente, a veces el texto original no me aporta nada, y entonces siento que debí aprovechar ese tiempo en algo más gratificante.

Porque traducir, al igual que editar, tiene un relativo “inconveniente”: reduce el espacio de vida que se podría dedicar a diversificar las lecturas. Es una paradoja: se deja de leer…, porque se está leyendo. Y claro, traducir no es simplemente “leer” y poner en la lengua propia lo que está en otra, pues uno no es una máquina de traducir. Hay que impregnarse de la obra y penetrar en el pensamiento del autor, “transpensar”, como diría Martí, o “transcrear”, como afirmo yo. Para ello hay que leer varias veces la obra: Para conocerla, para traducirla, para revisarla, para comprobar este o aquel fragmento que debería quedarnos mejor… Y ello consume tiempo, impide leer otros textos.

Por suerte, la mayoría de mis autores son de primera línea. De modo que he “transcreado” obras de gran calidad, que valió la pena leer varias veces. El placer de la lectura se multiplica, en tales casos, porque llega un momento en que casi no se distingue si uno lee la obra ajena o escribe la propia. En mi caso hay un elemento más que señalar, de total trascendencia. Se relaciona con la pregunta en un sentido diferente. Yo estaba muy influido por las obras históricas de don Benito, como señalé. Pero comprendía que lo que deseaba escribir, sobre todo la forma en que lo “sentía”, no se ajustaba a mi modelo. Consecuencia: no me decidía a comenzar mi primera novela, aunque tenía algunos cuentos relacionados con el tema que traía en mente –llegué a publicar uno en 1983, en la revista Mujeres–.

Y se produjo el milagro. Romualdo Santos puso en mis manos, allá por 1984, una novela para evaluarla; volvió a entregármela para traducirla. Y descubrí que lo que no me atrevía a hacer ya lo que había hecho otro escritor. El escritor era José Saramago, y la novela Levantado del suelo. Ese descubrimiento y tres meses disfrutando de un sabático en Moscú fueron suficientes para que, un tiempo después, terminara la obra que tantas vueltas había dado en mi cabeza: Sobre un montón de lentejas, publicada por Ediciones Unión, en 1989.

 

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Se habla hoy de promover el hábito de la lectura. Para usted, ¿leer es un hábito o, por el contrario, una necesidad del ser humano?

 

Es un hábito que uno adquiere, y como tal lleva un aprendizaje, una repetición, la formación de un reflejo condicionado que, una vez arraigado en nuestro interior, se convierte en necesidad. Pero una necesidad de un orden muy particular, que nos lleva a experimentar placer incluso sin darnos cuenta de que lo sentimos. La lectura es un goce aprendido que necesitamos para sentirnos plenos.

Pero leer es también una necesidad en otro sentido, porque mediante la lectura recibimos conocimiento junto al disfrute, y la posibilidad de viajar por mil mundos y vivir mil vidas además de la nuestra. Se amplía nuestro espíritu hasta el infinito, nuestro interior se llena de una riqueza imposible de medir ni comparar con nada material. Quien no lee, y me refiero en particular a la literatura artística, puede vivir y ser feliz como cualquiera…, pero alberga menos vida en su interior.

 

 

Se comenta de que no se lee, actualmente, ni en Cuba ni en el mundo, ¿cuál es su opinión al respecto?

 

Si nos referimos a literatura artística, hay que admitir que se lee mucho menos que décadas atrás. Pero no hay que hacer una tragedia de ello. Habría que preguntarse cuántos textos tecnocientíficos se publican y leen todos los días, cuántas revistas de todo tipo, especializadas, de entretenimiento, ¡literarias!, y ello es leer también. La muestra de que se lee, y no poco, es que el negocio editorial sigue siendo rentable.

Para mí, lo que sucede en realidad es que asistimos a la pérdida de primacía del texto artístico escrito por el surgimiento –¡y su paso arrollador!– de formas textuales que lo desplazan del lugar que ocupaba. Tampoco es algo novedoso. Es un imperio de siglos que hace décadas ha ido perdiendo sus privilegios; si en la actualidad es más evidente, es por la abundancia y la potencia de los competidores.

Pero dejar de ser el primero no significa dejar de ser. Las buenas obras literarias seguirán siendo buenas obras literarias, y siempre habrá quienes las disfruten, no importa el medio de reproducción.

 

Rodolfo Alpízar Castillo en el espacio El Autor y su Obra, que organiza mensualmente el Instituto Cubano del Libro (17 de septiembre de 2014). Foto tomada de Ecured

Rodolfo Alpízar Castillo en el espacio El Autor y su Obra, que organiza mensualmente el Instituto Cubano del Libro (17 de septiembre de 2014). Foto tomada de Ecured

 

¿Cómo piensa que, a través de las nuevas tecnologías, puede interesarse a los lectores potenciales –fundamentalmente a los jóvenes– en la lectura?

 

Lo principal es no ver las nuevas tecnologías como “el enemigo”, sino como el gran aliado. Cómo usar a ese aliado no es algo para lo que tenga respuesta, solo sé que los caminos son infinitos, y que no suplantan las vías tradicionales, cuyas posibilidades no se aprovechan. Me gustaría extenderme en este punto.

Es conocimiento común que padres que no leen por lo general producen hijos que no leen, aunque ello no siempre se cumple, como tampoco se cumple lo opuesto, visto que hay padres buenos lectores con hijos que no lo son. En mi experiencia de padre de hijos lectores, me dio buen resultado acostumbrarlos a disfrutar el regalo de un libro tanto como el de cualquier juguete. El niño se estimula a leer cuando ve que papá y mamá aprecian los libros, y no solo leen, sino también comentan lo leído entre ellos y con él, y le transmiten el goce experimentado.

Desde luego, el niño nunca debería ver en el libro al enemigo que le roba el tiempo que mamá o papá deberían dedicarle a el. Habría que preguntarse cuántos padres buenos lectores llevaron a sus hijos a mirar a los libros como sus rivales.

La escuela debería ser la promotora por excelencia de la lectura, pero el didactismo de las clases de literatura mata a muchos lectores potenciales “en la cuna”. No entiendo que la creación de la asignatura “español-literatura” haya sido una buena idea.

Primero, porque es confundir “español” con “gramática”, cuando no es lo mismo enseñar a hablar bien el idioma y disfrutarlo que enseñar gramática. Segundo, porque se pierde el disfrute del texto, ante la obligación de pensar en verbos, sujetos, predicados, oraciones…, en lugar de elevar el espíritu mediante la lectura de la obra.

La escuela quiere enseñar con la literatura; muchos colegas opinan que la literatura infantil tiene que enseñar. No niego que enseñe, pero estoy en contra de que se priorice la “enseñanza” y se obvie el disfrute.

Ante todo, para quien se inicia en ella, la lectura debe ser fuente de placer e incitación a nuevas lecturas. Antes de preguntar al niño: “¿qué aprendiste?”, mejor preguntarle: “¿te gustó?, ¿lo disfrutaste?, ¿qué te pareció?”, y continuar con los “por qué sí, por qué no, cómo te hubiera gustado…”, hasta llegar al: “¿cómo lo harías tú?” que lo lleve a asumirse como creador. Obsérvese la repetición del verbo disfrutar en lo que llevo dicho.

Que el niño realice valoraciones morales sobre lo leído es positivo, pero solo a partir de su propio enfoque, no de la indicación del docente. Es imprescindible que el futuro lector sea, desde su primer texto, un ente activo.

No se debería pretender dar lecciones de moral o de buena conducta ciudadana por el análisis de las obras literarias, sino enseñar a disfrutar de ellas. Lo fundamental se enseña con el buen ejemplo personal de padres y docentes, porque el niño, quién no lo sabe, aprende más de lo que ve hacer que de lo que le digan que es bueno que haga.

Desde luego, esa es mi opinión, no soy pedagogo…, pero mis hijos son lectores voraces, y ese fue el método usado por su madre y por mí… No pocas veces en contra de lo practicado en la escuela.

 

 

¿Cómo definiría al libro?

 

Un libro es más que el texto que contiene. Tomar un libro en la mano es tomar una obra de arte total. Acaso por deformación profesional, disfruto –¡o sufro!–, junto a la obra literaria, la ilustración de cubierta, el diseño interior y exterior, la edición…, en fin, la obra.

 

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¿Y piensa que el libro en soporte de papel, ante el avance de las nuevas tecnologías, va a morir?

 

El teatro iba a morir porque apareció el cine, el cine iba a morir porque apareció la televisión, la televisión iba a morir porque apareció el video. ¿Qué vemos hoy? Todos tienen cultivadores, todos tiene un público, y todos se influyen, se mezclan, toman unos de otros y se complementan. Está perdido quien se asusta por el progreso.

El libro en papel, es evidente, irá perdiendo espacio, aunque ese futuro no está al doblar de la esquina. Acaso llegue el día en que un libro en papel sea un objeto tan valioso que solo se imprima como forma de hacer un regalo muy especial, y la persona que lo reciba lo guarde entre sus joyas más distinguidas. Así veo el futuro.

Con esto quiero decir que la potencial desaparición del libro en papel no me preocupa –las obras “se leerán” de alguna otra forma–. Me preocupa, en cambio, la idea de que tal vez lo que desaparezca no sea el libro, sino la humanidad, pues, por nuestra estupidez como especie, al cabo de tantos siglos de avances técnicos y enriquecimiento cultural, de tanta literatura artística y libros, ni las ideologías políticas y sociales, ni las religiones, nos han sido suficientes para aprender a convivir.

 

 

Una última pregunta: ¿qué es para usted la lectura?

 

Ante todo disfrute; con él: ampliación de fronteras mentales y espirituales. Curiosamente, puede resultar tanto “evasión” de una realidad como “inmersión” en ella misma desde otro punto de vista. Una paradoja que es parte de la magia de la lectura.

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