Es realmente Gómez un paradigma del servicio a la nación, al pueblo
18 de junio de 2019
|Fotos: Estudios Revolución
Discurso pronunciado por Eusebio Leal Spengler, miembro del Comité Central del Partido e Historiador de la ciudad de La Habana, en el acto por el aniversario 114 de la muerte de Máximo Gómez, en la Necrópolis Cristóbal Colón, el 17 de junio de 2019, “Año 61 de la Revolución”.
(Versiones Taquigráficas – Consejo de Estado)
General de Ejército;
Presidente;
Compañeros de la presidencia:
En un día plomizo nos reunimos ante este túmulo, sencillo monumento que no lleva inscripción alguna, solo el perfil de un hombre, al que todas las generaciones de cubanos ayer, hoy y siempre debieron y deberán conocer.
General en Jefe del Ejército Libertador de Cuba, nació en la República Dominicana, en Baní, un pequeño pueblo al que definió como tierra de hombres honestos y de muchachas bonitas y juiciosas.
En la batalla de Santomé, cuando tenía 19 años, son derrotadas las fuerzas del reyezuelo Soulouque, quien había atravesado amenazante la frontera. Su padre le dice, ya anciano, que vaya y cumpla con el deber con la patria, al cual él ya no puede corresponder.
Con esa inicial experiencia comienza su vida militar, tan temprano. Pocos años después la República Dominicana se ve amenazada por una profunda división interna, unos tomaron el camino de defender su soberanía y su independencia absoluta; otros, obnubilados por la crisis, heridos en lo profundo de su conciencia, hasta cierto punto inmadura, decidieron tomar el camino equivocado. Entre ellos estuvo él.
Afirma al llegar a Cuba que: herido el país, dividido, no supe o no tenía madurez para poder comprender los acontecimientos, y de pronto me vi en Cuba. Y aquí en Cuba radicalizó sus ideas, a la visión de la esclavitud africana y de la realidad dramática del abandono con que el colonialismo había condenado al ostracismo a los que como él habían defendido su causa.
Prueba importante de la rectificación y del valor moral de los hombres, se acercó al corazón adolorido del pueblo cubano. Se enteró tempranamente de la conspiración que se elaboraba en todo Oriente y en otras partes de Cuba, y desde el pequeño pueblo de El Dátil, donde vivía con su madre y hermana, que bordaron para él la bandera de Cuba, se unió a la revolución naciente, luego que el Padre de la Patria proclamase la independencia de la isla el 10 de octubre de 1868.
Otros dominicanos en iguales circunstancias, los hermanos Marcano, Modesto Díaz, entre otros, se unieron también a la revolución, este último con el mandato y la petición expresa de Céspedes que lo conmina a abandonar la bandera colonial y a unirse al movimiento revolucionario y a la república que sería proclamada.
Defendida Bayamo con fuerza y tenacidad, allí en lo que fue la primera capital de la revolución, en medio de profundas divergencias en el seno de cómo enfrentar la acometida de las tropas que avanzaban como pinzas sobre la llanura de Bayamo, situaron en la defensa del paso del Cauto todas sus esperanzas. Él, que apenas contaría entonces con poco más de 30 años, según su propia idea, había sido promovido al ejército por el gran poeta bayamés José Joaquín Palma. ¡Sargento!, le nombró Donato Mármol, pero como dice él, tengo muy a bien ese título por quien me lo dio, dónde me lo dio y cuándo me lo dio. Céspedes le crea General, pero en el paso del Cauto las tropas de Mármol y otros combatientes son masacrados por la artillería y el paso de tropas veteranas; mientras que él, escogiendo valientes cortadores de caña, de infantería y pocos hombres a caballo, espera a la columna del coronel Quirós en lo alto de las Ventas de Casanova, en Los Pinos de Baire, y allí, en una sorprendente carga, muestra al cubano el uso del machete como arma de guerra.
A partir de ese momento y a lo largo de toda la campaña, se va a convertir en una figura estelar del ejército, comparte con los jóvenes, aprecia el valor temerario de los que se incorporan tempranamente a las fuerzas armadas, distingue a los hermanos Maceo, a Calixto y a otros compañeros. De esa manera no fue extraño que, siendo ya Mayor General, comande cuatro de las acciones más importantes que se dieron en aquella guerra. En la defensa de Las Gúasimas de Machado, a las puertas de Camagüey, después de cinco días de ardoroso combate, en La Sacra, en la llanura y laguna de Palo Seco, en tierras de Las Tunas, y, desde luego, en el combate reñido de El Naranjo. Su aureola se convierte en leyenda, la figura nervuda, alto, delgado, con pera apuntada, rasgos definidos y su manera incomparable de combatir: tirándose del caballo y combatiendo a pie con el arma mortal que le sirvió como ejemplo para tantos y tantos compañeros.
Cuando aquella guerra se extingue por divisiones internas y por el predominio indiscutible de una fuerza masiva que llega del exterior y la proclamación de un necesario período de paz, Antonio Maceo irrumpe en la Protesta de Baraguá para dejar el camino abierto al destino futuro.
Gómez, desarmado moralmente por lo ocurrido en Camagüey, sintiéndose extranjero entre cubanos, cosa que sibilinamente alguien recordó para él, asiste al encuentro con Maceo en Oriente, y allí, departe sobre el dolor de su necesaria salida del país.
Se unen las mujeres, esas mujeres indispensables en nuestra historia, Mariana, Madre de la Patria; María, esposa de Maceo, y, desde luego, aquí, junto a la tumba del Mayor General, la de su esposa, la eximia mambisa, madre de mambises y madre de héroes, como fue Bernarda Toro Pelegrín, nacida en Jiguaní. Unidos ambos, vivieron los azares de la lucha y ahora los del exilio, un exilio que los condenó a la pobreza. Si en la manigua murieron varios de sus hijos y sobrevivieron pocos, ahora en el exilio de hambre y sin médicos, en la isla de Jamaica y después en Centroamérica morirán otros. Así y todo no desmaya su espíritu.
En 1884 discurre con Maceo sobre la necesidad de crear un movimiento que tomaría el nombre de San Pedro Sula, en la República de Honduras, pero las condiciones no eran propicias y el movimiento fracasa. A partir de ese momento, separados además, desunidos además por el dolor compartido de una guerra perdida, esperan una oportunidad nueva cuando llegan noticias de la obra apostólica de José Martí en los Estados Unidos.
Hombre en quien parecía encarnado el movimiento, Martí supo unir a las emigraciones, supo darle un contenido político y pragmático al movimiento revolucionario, y creó como obra suprema un partido político para dirigir la lucha armada; un partido político que derrotaría o dejaría a un lado el período de las proclamas y de los llamamientos solamente verbales, era necesario vertebrar una organización desde abajo, nacida de las filas del pueblo, de las cuales fue su Delegado.
En Costa Rica, junto a Maceo, en La Mansión; en Santo Domingo, junto a Gómez; recorriendo los Estados Unidos, donde vivió tan largo tiempo, y avizoró las profundas contradicciones entre aquella nación y el destino libertario de América; allí, en aquellos sitios, Martí buscó al uno y al otro, al brazo poderoso de Gómez, a la inteligencia privilegiada y al carácter apolíneo de Maceo, y juntos creyó en ellos para un regreso indispensable. Sin la obra lúcida de Martí esto no habría sido posible.
Unidos en ese empeño, perdida toda esperanza después del fracaso de La Fernandina, Martí se transforma en Orestes, su nombre conspirativo y parte a buscar a Gómez en la República Dominicana.
Maceo, separado de la necesaria información de lo que está ocurriendo, no entiende las circunstancias, se siente agraviado por comentarios; llega a pensar que por segunda vez, como en la Guerra Chiquita, alguna pequeñez lo apartará del destino verdadero, que era volver a luchar a su patria: la patria de su madre, de su padre y de sus hermanos. Pero no fue así.
Flor Crombet acepta el desafío y a pesar de la discrepancia circunstancial, Maceo en acto de disciplina ejemplar toma la expedición que concluirá al abordar el Honor, que toca a las costas de Cuba el 1ro de abril. Poco después, en una noche oscura en que la luna no parecía divisar el perfil de Cuba, la expedición de Gómez y Martí toca al fin el suelo cubano por Playitas de Cajobabo.
Aquella noche, en un bote como si fuera una barquichuela lanzada al azar del destino, el propio Gómez comenta que no es posible imaginar lo que ocurre cuando una nave tan pequeña se separa de una grande. Allí, sobre esa barca, el gigante negro Marcos del Rosario, como él dominicano; Paquito Borrero, general también dominicano y cubano; César Salas, también dominicano, y Gómez y Martí tocan tierra cubana. Besa el suelo de Cuba, Gómez, como dicen que hizo Cristóbal Colón aquel día, siglos antes, y abriéndose pasos entre zarzas suben al alto farallón que les abre los caminos de Cuba.
Allá en Santa Ifigenia, en Oriente, ante el Mausoleo de José Martí los hitos marcan los caminos en cientos de kilómetros que recorrieron hasta la fatal encrucijada, donde se unen el Cauto y el Contramaestre. En aquel triángulo de muerte ¡cae el líder de la Revolución Cubana! Gómez, con inmensa responsabilidad, no comprende por qué Martí lo había desobedecido: “¡Apártese, Martí, este no es su lugar!” Sin embargo, el otro creyó firmemente que era el suyo. Jinete sobre el blanco corcel, que le había obsequiado José Maceo, pasa ante los fusiles enemigos para caer en tierra extraña, acompañado de un joven maestro de Holguín, Ángel de la Guardia, el último que lo vio con vida.
A partir de ese momento, Gómez iniciará una nueva etapa de su vida. Parte al Camagüey, después de ponerse de acuerdo con el General Antonio. Y enfermo, y casi abandonado, atraviesa el Jobabo, donde lo recibe la juventud camagüeyana, y, se forma la escolta temible, que lo acompañó a lo largo de aquellos años duros de guerra.
Envejecido tempranamente parecía mucho mayor aun a la hora de su muerte, apenas había cumplido 68 años. Sin embargo, en una de sus últimas imágenes aparece firme sobre los estribos de su caballo, mano al cinto del machete curvo que lució en la revolución y sobre los cristales o detrás de los lentes de sus cristales aparecen los ojos fijos como un águila en la dirección del horizonte, en aquel horizonte, donde entraría primero rompiendo el cuadro del adversario en la batalla de Mal Tiempo.
Se haría grande en Calimete y Coliseo. Maceo se asombraría, a su edad, de su proeza: le arrebata la escolta con un caballo herido, cuando una herida en la pierna les permite recordar aquel paso doloroso de La Trocha, un 6 de enero, cuando una bala tocó su cuello y ordenó, con voz ronca, que se toque la Marcha de la Bandera y que pasemos a Occidente. Esa voluntad de hierro lo distinguió siempre.
A la altura de Jovellanos y ante la visión de la poderosa formación del adversario —miles de hombres, cañones rápidos, las primeras armas de repetición, reflectores, telégrafos preparados—, idea un retroceso falso hacia el Oriente, para luego regresar victorioso, rindiendo los pueblos de la periferia de La Habana, y acompañando a Maceo hasta la ciudad, donde se despiden para siempre.
Es realmente Gómez un paradigma del servicio a la nación, al pueblo. Como ha exclamado Fidel: combatiente internacionalista, hombre que cuando llegó a Cuba, a esta isla minúscula, creyó que lo hacía por la humanidad. Ese sentido de humanidad estaba en su corazón.
Hoy, cuando nos acercamos a este sitio, evocamos la firmeza de sus ideas políticas, evocamos el epílogo de aquella guerra cuando tiene la triste noticia de que el 7 de diciembre, a pocos kilómetros de aquí, Antonio Maceo, su compadre, el Mayor General y Lugarteniente General del Ejército, había caído en combate y que como único consuelo llevaba, que también junto a él había caído su hijo amado, Francisco, desembarcado con Ríus Rivera en el occidente extremo de Cuba, y que herido de muerte, símbolo de la lealtad, del honor militar y de la fidelidad, prefirió la muerte a abandonar al Mayor General, su superior y su padrino.
Hoy recordamos a Gómez ante este panteón, donde yace junto a su esposa y varios de sus hijos. Lo recordamos en aquel momento de desesperación, en el cual, viendo angustiosa e improbable la salida hacia Cuba, redacta con José Martí, determinado, el manifiesto que lleva el nombre del peñón de Montecristi.
El autor de tantas grandes obras se formó a sí mismo, fue un autodidacta, se convirtió en un maestro de su propia persona, escribió con lucidez, pensaba con claridad y tuvo muy, muy clara la idea de que Cuba debía ser libre de España y de los Estados Unidos: “Los americanos, con su intervención impuesta por la fuerza, no han permitido ni entregar la victoria a los vencedores ni consolar a los vencidos. Este país está más cohibido en todos sus actos de soberanía y el día que tan extraña situación termine, no dejarán los americanos aquí ni un adarme de simpatía”.
Su pensamiento fue claro y clave. Cuando ingresó en esta ciudad finalmente en medio de una gran apoteosis, el ocupante vio la simpatía y el honor con que el pueblo saludaba al viejo soldado. En la Quinta de los Molinos, su cuartel general; en su casa de Galiano, en su efímera vivienda en Bejucal, en su casa en el Vedado, donde murió un día como hoy, Gómez fue siempre ejemplo, paradigma y virtud.
Inseparable en nuestra memoria junto a Martí y Maceo, descansa en este cementerio memorial, donde lo acompañan casi 70 generales del Ejército Libertador de Cuba, mujeres heroicas, jóvenes como los muchachos de 1871. Enfrente la tumba de Calixto García, hoy en Holguín, y de sus hijos generales; un poco más al lado, la tumba de Quintín Bandera; allá (apunta hacia el lugar) Juan Bruno Zayas, entre los más jóvenes del Ejército Libertador, y tantas y tantas glorias de Cuba; allí (lo señala) los padres de Martí, los emigrados revolucionarios, los poetas, los escritores, los artistas.
En esa balanza entre Santa Ifigenia y La Habana está anclado el honor de la república, el mandato supremo de El Libertador, de luchar sin rendición posible, de luchar por Cuba siempre, con una confianza grande en la victoria.
General, ante tu tumba depositamos hoy la gloria de tu pueblo, húmeda de la lluvia de anoche y de las lágrimas que acompañan tu partida; pero siempre vivirás eternamente en nuestro corazón.
¡Viva Cuba! (Exclamaciones de: “¡Viva!”) (Aplausos.)
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