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Carlos Diegues: ¡Coral de Honor!

11 de diciembre de 2017

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Cuando la Caravana Rolidei seguía su trayectoria en pantalla y en los créditos aparecía “Dedicado al pueblo brasileño del siglo xxi”, la ovación resonante en el cine habanero Charles Chaplin, aquella noche de diciembre de 1980 presagiaba que con Bye Bye Brasil, Carlos Diegues no solo recibiría el Premio Especial del Jurado en el II Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Esta obra maestra se inscribía no solo en la etapa crepuscular del Cinema Novo, sino como uno de los clásicos en la historia del cine iberoamericano.

Con las andanzas de Lorde Cigano, Salomé, Ciço, Dasdo y Zé da Luz, Cacá reafirmaba su determinación para continuar en el camino trazado por su maravillosa Xica da Silva, la osada esclava que desafió los prejuicios: la presencia del pueblo en las pantallas y en las salas de exhibición. Estallaban el carnaval, la fiesta, el humor, la sensualidad, la música… para dejar atrás aquel rigor intelectual que en los años sesenta acercó a los críticos y programadores de festivales y alejó a los espectadores de los cines.

Aunque Carlos José Fontes Diegues, nacido en Vitória, Espíritu Santo, el 19 de mayo de 1940, estudió Derecho, la pasión cinéfila se impuso. Una cámara Paillard Bolex de un amigo del barrio carioca de Botafogo, propició que desde los 17 años dirigiera cortos experimentales antes de ejercer el periodismo y la crítica de cine. Este integrante del núcleo fundacional del Cinema Novo, junto a Luiz Carlos Barreto, Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos, Joaquim Pedro de Andrade y León Hirszman, es autor de algunos de sus títulos mayores.

Diegues se aproximó a la mítica figura de Ganga Zumba, Rey de Palmares, y retomó años más tarde el tema de la esclavitud en su espectacular Quilombo; produjo Tierra en trance, de Glauber Rocha; se adentró en la gran ciudad; encuadró a unos herederos en un ambicioso fresco histórico; filmó el recorrido por el país de una troupe de músicos liderada por Chico Buarque y Maria Bethânia, prestos a participar en el carnaval a punto de llegar; logró que Jeanne Moreau personificara a su Joana Francesa, esa dueña de un burdel y amante de un terrateniente nordestino, antes de detenerse en el drama intimista de un viejo funcionario en un suburbio de Rio de Janeiro bañado por las lluvias veraniegas o conducir a otros de sus entrañables personajes en un tren hacia las estrellas. Retrató a una Marîlia Pera resignada a que días mejores vendrán y aceptó el reto de Sonia Braga de convertirla en una Tieta de Agreste, indescriptible hasta para Jorge Amado, su creador. No dudó en trasplantar de nuevo al carnaval de Río la tragedia de ese Orfeo negro que en 1999 inauguró el 21. Festival de La Habana…

 

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Este Coral de Honor, salpicado con ron y cachaça, se lo otorga el certamen por antonomasia de los cineastas de esta América nuestra, por una obra ejemplar, devenida una suerte de road movie o viaje interminable y picaresco, por la pluralidad cultural y la sociedad de su (nuestro) país-continente, y dedicada no solo a los brasileños de este nuevo siglo.

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