Atención Santiago: Fidel salió para allá
30 de noviembre de 2016
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Llantos a ambos lados de la calle Paseo y 23. Eran pasadas las 7 de la mañana de este miércoles y todos estábamos convocados –en una convocatoria espontánea–, a decir el último adiós a Fidel. Éramos miles, decenas de miles que queríamos dejar constancia en nuestras vidas de que estuvimos con el Comandante en Jefe hasta que emprendió un largo viaje hacia su querida Santiago, y una vez en la Ciudad Heroica, a contemplar desde allí, desde la inmortalidad y la eternidad, al pueblo todo que ha jurado seguir la obra que él levantó.
Un día antes, el martes, durante unas tres horas de la mañana, mientras caminaba en silencio por la larga fila entre el parqueo del Teatro Nacional y el Memorial José Martí, pude percatarme de muchas cosas que se suman a lo que siento por la desaparición física de Fidel.
En mi imaginario, veía al Comandante con una gran expresión de alegría cuando se percataba de una anciana que intentaba llegar a la Plaza apoyada en una muleta y era rápidamente interceptada por dos jóvenes, una mujer y un hombre de la Cruz Roja Cubana, que tomaron a la mujer por cada brazo y la ayudaron a llegar a la sala donde se le rendía homenaje al líder.
Confieso que mi mente seguía hilvanando pensamientos, en medio de un silencio solo interrumpido por alguna voz –bajita, bien bajita– que orientaba: caminemos por favor.
En esos minutos que parecieron horas de reflexión, un hombre discapacitado, en una silla de ruedas, también era conducido por los amables representantes de la Cruz Roja.
Así, fue pasando el tiempo sin poder evitar alguna que otra lágrima salida de mis ojos sin que yo me diera cuenta. De pronto, otro impacto de amor me traía presente al Fidel que amaba a los niños: los menores de esa gran obra de la cultura y el humanismo. La Colmenita, salían del recinto de homenaje y lo hacían tomados de las manos de madres, padres y maestros, muchos de ellos también con sus pupilas húmedas.
Nunca había visto una Plaza tan solemne, tan impactante. Pero aún más, en la Plaza estaba una gran familia, la de Fidel Castro Ruz. Todas y todos lo reconocen. Fidel somos todos, me decía la niña Raiza que trataba de protegerse del sol caminando sigilosamente detrás de mí. Su mamá, con el pomo de agua de la menor, apostillaba: todos somos la familia de Fidel.
Ya alcanzada la última etapa de la larga fila, en la inclinada pendiente desde la calle hasta el sitial histórico, otros hechos se agolparon en mi mente. Un agente de la policía, sin arma pero con mucha alma, advertía tener cuidado con un escalón que pudiera ser contratiempo lo mismo para niños que para no tan niños que subíamos con la mirada fija en lo alto y el corazón entregado a Fidel.
¡Qué clase de autoridad! ¡Qué linda policía! Es una verdad que solo se entiende cuando sabemos que debajo de los uniformes de esos combatientes, está el hombre, la mujer, el fidelista, el revolucionario, orgulloso ahora de poder hacer brotar toda su sensibilidad humana y ponerla al servicio de quienes, como él, acudían a rendirle homenaje al Comandante.
Todo transcurría en un silencio cómplice al que se agregaba la majestuosidad de Martí que, desde lo alto, observaba al pueblo acudir al encuentro –no el último– con su Comandante.
La bandera de las tres franjas azules y dos blancas, el triángulo rojo y la estrella de plata, ahora a media asta, forma parte también de esa familia que ha querido dar la bienvenida a la inmortalidad al más grande de todos los cubanos.
Ya frente a la imagen del guerrillero, que mochila al hombro emprende su nuevo viaje, esta vez a la eternidad, la emoción fue más difícil de controlar. Sin embargo, la contuve cuando encontré allí, triste igual que todos, a alguien con quien pude hablar muchas veces y de quien siempre he sabido que ha sido uno de los hombres más cercanos y fieles a Fidel; un integrante de esa gran familia de la que nos consideramos todos, el doctor José M. Miyar Barruecos, colaborador del Comandante por siempre, hombre sencillo, humano, testigo de muchas de las obras levantadas por el líder de la Revolución.
Ya fuera del Memorial y secos mis ojos, me vino a la memoria un hecho que marcó para mi vida una experiencia extraordinaria. Este mismo año, junto a 60 jóvenes, estudiantes de periodismo de todo el país, visitamos Birán, la casa de Fidel, de Raúl, de Mongo. La casa de Lina, su mamá y Ángel, su padre.
Allí, a través del recuento histórico conocimos la familia de Fidel. Sin embargo, en la Plaza de la Revolución, en la mañana de despedida por las calles de La Habana, conocí la gran familia, la de todo un pueblo que ha querido y seguirá queriendo a Fidel.
Santiago de Cuba, ya Fidel partió de la capital a la que llegó victorioso un 8 de enero de 1959, junto a sus barbudos que regresaban del combate en la Sierra Maestra, y viaja por todo el país para llegar a su Santiago y desde allí, mochila al hombro, mirar la Sierra Maestra que lo albergó y protegió durante la guerra.
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