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Una veleta paralizada por el tiempo

24 de diciembre de 2016

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índiceNunca supo si durante el embarazo de la madre, esta se dedicara a leer libros de viajeros curiosos o aventureros enterrados en el centro de la tierra. Porque él nació con los sueños de Ícaro y la intrepidez de los cosmonautas. Los padres, encaprichados con tener un hijo universitario, le troncharon la única solución posible para sus ansias de veleta movida por el viento. Supo que algunos lograron esos anhelos, convirtiéndose en pilotos de aviones dedicados a la fumigación o choferes de ómnibus interprovinciales.
La profesión de contador lo encerró en un local y por la seguridad alimentaria de la familia, no se inclinó al cambio de un trabajo en que verdaderamente resultó capacitado y responsable.
Entonces, buscó una salida. Lo esencial, lo ineludible para él, era estar de aquí para allá o de allá para acá. Conocer nuevas caras, contemplar otros paisajes. Si nació con ese potencial errante al grado máximo, bajó sus perspectivas a tamaño de muestra. Condenó a la esposa y después a los hijos, al cambio programado de vivienda.
Transitaron por casas con jardines en zonas alejadas del centro de la ciudad o las encerradas por los ruidos del transporte en una avenida atormentada además por la gritería humana. Subieron a apartamentos en pisos altos o situados a ras del suelo en el fondo de una fila de viviendas iguales.
Dada su comprobada calificación laboral, un día llegó al hogar, sonrisa dichosa y propuesta en la boca. Se trasladarían de la capital a un punto lejano. La esposa y los niños nunca arribaron a ese punto lejano porque el divorcio los separó. No le preocupó en la permuta ir a parar a una habitación que la inventiva ciudadana transformó en dormitorio en las alturas y sala, baño y cocina en los bajos. Si bien sintió al principio el distanciamiento de los hijos, gozaba ahora de libertad perpetua. Y la aprovechó al máximo.
Por lo menos, en un resto de juicio no se desembarazó de aquel apartamento inventado. Giró por barrios y pueblos, durmiendo en casas de visita o en la propia oficina. La movilidad le atenazaba las piernas y la mirada buscaba tierra rasa, lomeríos y seres humanos de relaciones superficiales que él nunca dejaba acampar, incluyendo amoríos de corta temporada.
Un día, le tocó en el hombro la vejez en forma de una tarjeta magnética con la jubilación y las posibilidades de prestar servicio contable a los emprendedores. Por obligación, debía asentarse en el apartamento liliputiense. Tenía dinero. Pagaba por la limpieza del lugar y la comida que lo esperaba en la tarde. Todo marchaba sobre ruedas hasta un atardecer que asomado en la ventana trató de compararlo con otros atardeceres. Le resultó imposible. Y comprendió por primera vez que estaba vacío de recuerdos. Un burujón de imágenes circulaban en su cerebro. Chocaban unas con otras como dice la canción de Sindo recordada por esta cuentera, porque este anciano protagonista ni siquiera podía recordar una nana.

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