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Una sábana en patio ajeno

16 de enero de 2016

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cronicaAsomada al patio, extendió el brazo. La vista de una anciana engaña y la mejor manera de comprobar el cese de la lluvia es ese. Ni una gota la tocó. Escampó y se alegró. Miró al cielo. Cierto intento de sol. Se alegraba por los pájaros y los animales deambulantes. Ya se retiraba cuando notó algo en el cemento del patio. Apoyada en el bastón, secuela de la cadera partida, se acercó y lo tomó. Era una sábana, no una sábana cualquiera, era la sábana de la cuna de un nené. Seguro cayó del edificio colindante. Y estaba sucia, se ensució en la caída. Como si fuera una cosa viva, la abrazó. No le importó la humedad.
La depositó en el lavadero y tomó el jabón. Le daría un ojo. Sonrió. Esa frase de “darle un ojo” pasó de moda. Nadie la emplea. Y en verdad, nunca supo la procedencia y el porqué del significado.
Las manos, engrosadas por la artritis demoraban los movimientos. Poco a poco la enjabonó y procedió a restregarla en ese lavadero más viejo que ella. Sonrió de nuevo. Era fácil para la sonrisa. Y más en ese instante en que evocaba otras sábanas. Las lavadas a los hijos, las lavadas a los nietos. Las de los bisnietos nunca las lavaría porque nacieron lejos. Y además, pasarían por aparatos que seguro avisarían hasta del secado terminado.
Enjuagó varias veces la sábana. Ese era un consejo dado por su abuela nacida en el siglo XIX. El secreto de la limpieza total está en el enjuague. Acercó la tela a los ojos en comprobación de esa limpieza total. Estaba limpia, aunque notó que no era una sábana blanca como el coco, otra frase vieja pasada al olvido. Esa si se entendía bien. ¿Hay algo más blanco que la masa del coco?
No exprimió la sábana. Ya no son de algodón legítimo. Temía dañarla si lo hacía y por esa causa también, evitó someterla a una hervidura con cáscara de huevo u hojas de laurel, ideales para desempercudir. Era otro consejo de aquella abuela de moño y redecilla. Para llevar la sábana estirada hasta el cordel del patio, necesitaba las dos manos. Así que dejaría el bastón y pasito a pasito lo haría. Lo logró. El sol reconoció el esfuerzo. Delicadamente apartó a las nubes, ocupó el lugar y su calor llegó a aquella sábana del nené desconocido. Una mamá agradecida la vería desde el edificio y vendría a recogerla.
Después de almorzar, fregar los platos, la anciana se dispuso a escuchar las radionovelas mientras su gata dormitaba en las piernas. A las dos, unos gritos venidos del patio las extrajeron de las particulares ensoñaciones. A ritmo de bastón llegó la anciana al patio. Por encima del muro, un rostro disgustado la miraba. Las palabras gritadas guardaban más disgusto que el rostro. “¡Oye, esa sábana que tú tienes colgada es mi sábana!”. Ni una palabra más medió. La anciana, sostuvo el bastón entre las piernas, tomó la sábana, la dobló y ya sostenida por su bastón, se acercó al muro. Por encima, la entregó. La joven la arrancó de sus manos, dio la vuelta y se marchó.
La anciana tornó a la casa, entristecida. Sentía gran lástima por el nené que dormiría en aquella sábana. Su mamá estaba hueca por dentro.

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