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Una gota de agua

16 de agosto de 2014

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goteraEntró en la cocina. El sonido la hizo fijar los ojos en el fregadero. Allí estaba. Le anunciaba que sus pedidos, sus ruegos los disolvían esas gotas de agua salidas poco a poco, pero dada la continuidad, vaciaban el tanque y en un ritmo lento, repetían que el no atendía a sus preocupaciones. En gesto inútil y terco, apretó la llave con la mínima fuerza de sus dedos desfigurados por los años. En ese apretón que sabía inútil, descargaba esa desazón contenida y que sentía, y temía, pasara a la ira y después, al odio. En la fe profesada se enseñaba que el odio era el peor de los sentimientos humanos. Repetían y repetían que el perdón era una especie de bálsamo “curalotodo”. Ella estaba cansada de perdonar y perdonar día tras día, mes tras mes. En la radio había escuchado que las gotas de agua eran las que hacían esas formaciones de nombre raro en las cavernas. Esa gota de agua de la llave le estaba aguando la capacidad de perdonar.
Ella se alegró con el anuncio de la jubilación. Era un hombre cumplidor en el trabajo, de esos de horas extras y movilizaciones que lo mantenían por meses fuera del hogar. Ella jamás protestó. Entendía que ese era su deber y tomó como suyo el cuidado de los hijos y de la casa. Iba de un lugar a otro con esas piernas todavía en su cuerpo, ahora tan diferentes. Dejaba los muchachos en la escuela, recorría las bodegas y mercados y buscaba al plomero para componer la llave del fregadero. Porque siempre, una llave se salía. Cuando no era la del lavabo, era la del lavadero o esta. Para que al regreso al hogar, su hombre saboreara la comodidad libre de preocupaciones, velaba por todo. Desde la confección de las cortinas para evitar la molestia del sol en las siestas del regreso hasta evitar la algarabía de los muchachos a esas horas.
La jubilación le entregó por primera vez al hombre a tiempo completo. No era el hombre supuesto por ella, envejecido entre sus mimos y dedicación agrandada cuando los hijos hicieron familia propia en la ciudad y los espacios crecieron por el vacío y por el recién nacido cansancio de los huesos.
Era un hombre callado que solo abría la boca para preguntar por la llegada de los periódicos, exigir el almuerzo a una hora precisa aunque ya no estaba sujeto a horarios, criticar la temperatura del agua para el baño, tirar a la cesta la camisa todavía limpia y olorosa. Y tenía palabras, muchas palabras acumuladas no para ella, sino para los otros jubilados reunidos en las tardes y las noches.
Era un hombre ciego ante la realidad que los envolvía y los hacía iguales. Un par de ancianos que tomaban tabletas para la diabetes, los dolores musculares, agruras nocturnas y las numerosas visitas al baño. Un par de viejos que olvidaban las fechas, los nombres de los vecinos, los turnos del médico. Un matrimonio solitario que en plena decadencia solo podía sobrevivir en el apoyo mutuo. Pero ella había sido una mujer ciega, doblegada por la esclavitud de un hombre al que ella misma le facilitó el látigo y las cadenas.

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