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Una fiesta gigante

23 de diciembre de 2013

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La fiesta, en grande. Por todo lo alto, así la calificaron las ancianas que junto a las jóvenes, baldeaban pisos, colocaban los muebles en su lugar, fregaban y secaban platos y vasos, recogían los restos de los pocos destrozos. Dejaron dormir a los hombres de cualquier edad. Lo merecían. Trabajaron duro. A ellos les tocó remediar las calamidades de la casa envejecida, la pintura, la obtención de lo comible y bebible y en busca de los precios bajos, en desbordados ómnibus, en triciclos, los persiguieron y encontraron.
Entre buches de café y las anécdotas de la pasada noche, la vieja casa recuperaba el aspecto original, maquillada por la pintura, el primer punto propuesto y cumplido cuando organizaron la fiesta. Porque la alegría disfrutada y tantos recuerdos familiares compartidos no surgieron por el toque de un hada madrina adinerada ni un nomo entrenado en ardides y trampas. La planearon, produjeron y estrenaron en función única, esos denominados “ciudadanos de a pie”.
La idea inicial partió de las ancianas de la familia y la apoyaron y defendieron, aquellas calificadas de “medio tiempo”. Entre todos, podrían organizar una comida con bebidas y música grabada. Lucharon contra opiniones adversas nacidas de irrebatibles verdades concretas: el alcance de los bolsillos, la lejanía de las casas, los diferentes intereses de niños, adolescentes, jóvenes y ancianos. A nivel de teléfono, analizaron un banco de ideas y sin un programa de computación, ni un plebiscito, llegaron a acuerdos. Acuerdos embadurnados de ternura y evocaciones a cuentos escuchados de los ancianos, aquellos fundadores de una estirpe desperdigada por los azares de la vida en una gran ciudad. Acuerdos sometidos a los otros con las orejas abiertas a las sugerencias.
Preparadas en su calidad de expertas en las funciones del cariño, ante cada negativa esgrimieron una solución embadurnada también de las acotaciones ajenas. Cada familia en base a sus posibilidades, participaría en la cooperativa festiva que ofrecía amplias opciones a los integrantes, quienes pudieron escoger entre: Especialistas en arreglos menores  y pintura de paredes gastadas. Búsqueda y captura de productos alimenticios a precios bajos y pagados por la entrega en vista a las realidades monetarias de cada uno de los miembros, sin mirar las bocas a masticar y beber aportadas. Preparación de platos por los mas sobresalientes chef voluntarios de cualquier sexo y edad. Aseguramiento de colchonetas, tumbonas o cualquier mobiliario apto para pasar una madrugada para aquellos de viviendas distantes.
En resumen cada uno daba y hacía lo que podía. Nadie miraba por encima del hombro al otro ni cuantificaba la entrega en que contabilizaron también lo inmaterial. A quienes andaban por la octava década, solo le pidieron el regalo de las viejas anécdotas del clan y la revelación de las historias secretas de los barrios, masculladas en las murmuraciones. Y como valor agregado, las recomendaciones en el embadurnamiento del cerdo y la confección de cientos de buñuelos porque la yuca la compraron barata a uno que la vendía por sacos en un carretón.

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