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Una crónica de Luis Amado Blanco dedicada a Ernesto Lecuona

6 de junio de 2014

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Insertaremos hoy en nuestra sección una crónica dedicada por el intelectual español Luis Amado Blanco (Asturias,1903-Roma,1975) al pianista y compositor cubano Ernesto Lecuona (1895-1963), la cual fue publicada en el diario habanero Información el 13 de mayo de 1950, bajo el título de Despedida de Lecuona.
A bordo del lujoso crucero noruego Stella Polaris, tres días antes el gran artista había partido hacia España, en cuya capital se proyectaba entonces la puesta en escena de algunas de sus zarzuelas.

Ernesto Lecuona

No conocíamos personalmente al maestro Lecuona. Habíamos gozado de su música como todo buen ciudadano del mundo, ya que ella corre en todas direcciones del mapa, pero jamás nos habíamos cruzado con él, para tener el honor de estrechar su mano. Indudablemente el maestro Lecuona es un artista ejemplar, no solo por su talento, sino por su laboriosidad extraordinaria. Todavía joven, en plena y jugosa madurez, cuenta en su haber con una extensa producción, producto de muchas horas de esforzado trabajo, con los dedos sobre el teclado, en busca de las melodías candentes de la tierra. Aquí, donde todos nos quejamos de que no tenemos tiempo para una obra profunda, para una dedicación constante a un solo empeño, el maestro Lecuona, luchando contra las tentaciones del ambiente, ha sabido realizar una vasta tarea que por su inspiración y lozanía forzosamente tiene que colocar su nombre entre las primeras figuras de la música fácil en el contingente ideológico de la parla española, primero, y después, por todas las latitudes. No solo de azúcar y tabaco está hecho nuestro crédito internacional, y desde luego es fácil constatar a estas alturas, cuánto le debe Cuba de su buen nombre, gracias a las creaciones de este gran maestro, eterno explorador de los ritmos de nuestras razas, y de las propensiones sentimentales de nuestro romántico corazón.

Hace años, bastantes años ya, lo vimos personalmente, por primera vez, en un pueblecito del norte de España, frente al piano, en una excursión que se hizo famosa. El teatro estaba lleno de gente y entre la gente bullían los indianos de todas las edades, con los ojos mordidos de añoranzas criollas. La juventud había pasado para todos ellos. Y con el recuerdo de la juventud andaba Cuba con sus claras noches de amor y sus esfuerzos por hacer fortuna. Tenían todo lo que habían ansiado tener. Habían vuelto triunfantes a la patria, pero ya nunca más podrían olvidar el suelo que les había regalado la victoria, en una añoranza de dos filos, que aquí los cortaba por el lado de allá, y entonces, allá los cortaba por el lado de aquí. Y aún más: la mujeres tenían unos cautelosos celos retrospectivos del país que sus hombres no habían podido olvidar, en una perenne rumia de recuerdos, y los hijos lo llevaban en la sangre, por esos extraños misterios de la psicología, un encendido anhelo de conocer aquella lejana isla, donde el sol brillaba de continuo y donde las pupilas de sus mujeres escondían la sombra amable de una tarde de siesta. Un largo silencio recorría la sala. Y tras los primeros compases de la pegadiza música, tan sabiamente interpretada, vino un hondo suspiro en una comprensión de las esposas, en una lágrima furtiva de los varones, y en un cuajar firme de los propósitos de los adolescentes. Podía entenderse entonces, cuán lejos había estado el gobierno peninsular de los impulsos de su pueblo, cuando le negaba a la Perla de las Antillas todos sus justos anhelos libertadores; y aún más, cuánto hace la perspectiva de la distancia y de los años por borrar de las almas todo lo cotidiano feo de las entabladas luchas. En las tremendas ovaciones el maestro Lecuona se convertía por el milagro siempre renovado del arte, en un nuevo libertador de su patria, en un restaurador del amor de dos pueblos unidos por la fuerza viva de la sangre, hasta términos de para siempre jamás, por mucho que las circunstancias aprieten. Estoy seguro de que Martí, el eterno sensible, sonreiría sentado en la nube de su inmortalidad, y de que allí le estaban cuajando al compositor, compases de música española, que más tarde habían de confirmar esta teoría de la ida y la vuelta de nuestros destinos. Un concierto, un concierto público y, sin embargo, mucho más, infinitamente más que los mil discursos protocolarios y que todas las embajadas políticas habidas y por haber.

Pero volvamos a lo de ahora, al maestro Lecuona en viaje a España, ya en la cumbre de su nombre y de sus recursos artísticos, cartel internacional abriendo rutas para la admiración ajena por Cuba. Decíamos que no lo conocíamos por esos azares que presiden los movimientos de los seres y que estuvimos a punto de conocerlo en la fiesta que dio a la prensa habanera, para despedirse de los suyos. Mas un nuevo tropiezo defraudó el propósito. Tampoco pudimos conocerlo allí, en su salsa, en la salsa de su casa campestre, frente al paisaje inspirador. Una urgencia inoportuna nos priva de la asistencia. Y como no era cosa de perder el último chance, por ahora, de saludarlo, asistimos, con otros compañeros de la crítica, a bordo del Estrella Polaris a decirle un “hasta luego” y a desearle todo el triunfo que se merece por los escenarios madrileños. Indudablemente el maestro Lecuona, es no solo un gran señor de la música, sino un gran señor de cuerpo entero. A los pocos minutos, parecía que nos habíamos conocido mucho antes. Hablamos de cosas viejas, en un recuento retrospectivo de sus triunfos. Él sonreía. Sobre la mesa, con el café caliente de la amistad criolla, las nuevas partituras que han de sonar para el goce y la saudade de los españoles que, por una y la otra causa, sueñan con esta orilla.

Soñar. Acaso Lecuona no es más que un buen sueño de Cuba por hacerse conocer en el mundo entero. Un propósito que va cobrando realidad, día a día, merced al trabajo incansable de este embajador sin uniforme, capaz de crear el mejor de los entendimientos. Aquel que brota del espíritu, como la fuente en el risco inefable. ¡Buen viaje, maestro!

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