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Una chilena inolvidable

5 de junio de 2018

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Tal vez en la actualidad el nombre de Violeta Parra no se mencione mucho, pero siempre me gusta rendir homenaje póstumo a quienes dejaron una huella importante en la cultura de cualquier país. Por eso, dedicaré este comentario a quien defendió la identidad de su Chile querido, donde nació hace algo más de un siglo.

Violeta Parra nació en 1917 en San Carlos, un pueblo de campo situado al sur de Chile, y desde la infancia empezó a cantar, inspirada en el entorno: familia, plantas, animales… Debido a la carencia de recursos económicos, sus padres decidieron mudarse para Lutero, y al término del viaje, la pequeña enfermó de viruela, que marcó su rostro para siempre, lo que inspiró unas décimas: “La niña que al tren subió / de cinta blanca en el pelo, / abrigo de terciopelo, / sandalitas de charol… / De lo que fue aquella flor, / no le quedó ni su sombra”. En Lutero comenzó a ir a la escuela, donde se burlaban de ella por su carita fea y le ponían apodos que la hacían sufrir mucho. Pero su hermano Nicanor, quien también era poeta y estudiaba en la capital chilena, la mandó a buscar para que rindiera exámenes escolares el más alto nivel. Allí se casó con el ferroviario Luis Cereda, con quien tuvo dos hijos: Isabel y Ángel, quienes la acompañaban en sus actuaciones en circos, mientras soñaba con rescatar y divulgar lo mejor de la música rural chilena, haciendo amigos en la costa y la cordillera. Y como quien persevera, triunfa, un día cantó para Radio Chilena.

Cuentan que, aunque fue una madre exigente y voluntariosa, era muy desorganizada; que estaba orgullosa de su clase y siempre luchó contra el medio hostil que la rodeaba, por lo que fue para ella una sorpresa y una victoria, obtener el Premio Caupolicán como la Folclorista del Año, lo que propició que la invitaran, en 1954, a participar en el Festival Mundial de la Juventud de Polonia, como parte de la delegación chilena, dejando atrás, con mucho dolor a su esposo y sus hijos. Pero este evento la convirtió en una artista internacional, pues le abrió las puertas para visitar ciudades europeas como Viena, y en París obtuvo un contrato para actuar en el cabaret L’Escale, donde recibió como primer salario, tres billetes de a mil y grabó para “Chant du Monde”. Pero los éxitos fueron eclipsados, cuando supo que su pequeña hija Rosita Clara había muerto, lo que la destrozó psicológicamente, pero no le impidió componer una elegía: “Por último les aviso / que Dios me quitó mi guagua / y echó a funcionar la fragua / que tiene en el Paraíso. / Pasó por Valparaíso / y en una linda corbeta / que brilla como un cometa, / me dice, en este vapor, / me llevo tu hija menor, / pero te tengo una nieta.”

Violeta Parra regresa Chile en 1956, donde funda y dirige el Museo de Arte Popular en Concepción, continúa investigando el folclore, ofrece recitales en Universidades y bibliotecas. Dos años después hace cerámica, comienza a pintar y expone en el Museo de Arte Moderno; pero en 1960 una larga enfermedad la obliga a permanecer en cama durante varios meses, ocasión que aprovecha para bordar sus famosos tapices, considerados obras de excelencia. Sin embargo, numerosas decepciones en su propia tierra, la motivan a regresar a París, esta vez con su familia, ofreciendo recitales en la UNESCO y en el Teatro de las Naciones, alcanzando su consagración definitiva en 1964, cuando expone sus tapices, pinturas y esculturas en alambre en el Museo del Louvre.

Luego de alcanzar la cima del éxito, Violeta se instala en una gran carpa a la que llamó: “Carpa de la Reina”, en un barrio apartado de Santiago de Chile donde creó un centro cultural hasta que su salud se debilitó. Dicen que murió como una india, sola y triste; pero nos dejó un legado entre cuyos títulos resalta: “Gracias a la vida”. Sus décimas fueron editadas por Casa de las Américas, en 1971.

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