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Un viejo sin complicaciones

11 de octubre de 2014

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perroLas orejas paradas del perro le avisaron que el viejo se acercaba. Ladridos de fiesta y saltos a pesar de la pata trunca. Lo esperaba. Por lo menos los perros son agradecidos, pensó el joven que sabía que el viejo lo recogió cachorro de debajo de las ruedas del auto. Le gustaba estar de pareja con el viejo porque siempre llegaba antes de la hora y no tenía la peste a viejo que tenía su abuelo. ¿Quién le lavaría y plancharía el uniforme? Otro custodio le contó que vivía solo en un cuarto de solar.
Después de comprobar que el animal tenía agua en la lata, preguntó por las incidencias del día, si el jefe había dejado alguna tarea especial. Revisó la libreta y le dijo que se fuera a ver a la chiquita de turno. “Ten cuidado, no la vayas a embarazar”. “Y tú en eso eras un campeón, porque llegaste a viejo sin ninguna complicación”, le contestó el joven y se retiró.
El perro olisqueaba la mochila. Sabía que allí estaba la comida. No se la daría ahora. No le gustaba comer solo y por lo menos en los días de guardia, lo hacía acompañado del animal. “Vamos a dar una vuelta, perro, a ver si alguno de los muchachones se ha quedado dormido”. Al perro lo llamaba “perro” porque ni gracia tuvo para buscarle un nombre.
Caminaba despacio. El perro cojo corría delante curioseando por aquí, por allá. El viejo trataba de quitarse de encima las palabras dichas en la despedida del custodio. “Eras un campeón, llegaste a viejo sin ninguna complicación”. Las tuvo y se las quitó de encima como se libra el perro de las pulgas, a sacudiones, hasta a mordidas. Allá en el pueblo, embarazó a una chiquita menor de edad y por esa barriga está en la ciudad y nunca regresó. Y aquí con los abortos gratuitos, salía uno rápido de los problemas. Tuvo mujeres malas, regulares y buenas. Las buenas eran bobas porque le aguantaban hasta los golpes al regresar con tragos de más.
Llegó al otro punto. El custodio ni se dio cuenta. Tenía uno de esos aparatitos en los oídos . Le puso un dedo en la espalda y saltó. El viejo rió. El muy guanajo creyó que era una pistola. Todavía tenía el poder de enrojecer por la vergüenza de ser cogido en falta. Era de buena crianza. Nunca le había escuchado una mala palabra. Ojalá que no se maleara. Lo regañó con la oración más fuerte: “No estamos en tiempo de perder un trabajo”.
Regresó. Siempre el perro por delante, abriendo el camino. El jefe le pasó en la moto y lo detuvo. “¿Qué, viejo, controlando a esos descarados?”. “Todos hicimos locuras a esa edad”, respondió, ocultando la falta del pegado a la música.
Ya solo, preparó la comida para él y el animal sin nombre. Tarde había llegado a una conclusión. Algunos hacemos demasiadas locuras y nos hacemos viejos con una sola complicación, la de la soledad.

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