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Un pelotero mojado

7 de septiembre de 2013

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Antes de salir comprobaron el aviso meteorológico. Anunciado otro día de lluvias abundantes diseminadas por el territorio nacional. Cerraron las ventanas, los balcones y desconectaron la electricidad. No podían confiar en la memoria de quien permanecería en el hogar y tampoco podían confiar en una llamada telefónica de recordatorio porque en medio de la tempestad eléctrica, el equipo podría quedar también inservible. Desde la puerta, la hija repitió las indicaciones en una voz de madre enojada: ¡No abras la puerta! El anciano asintió con la cabeza. Y por dentro se dijo que ya él no existía para nadie. Nadie tocaría la puerta preguntando por él.
La nueva preocupación que lo embargaba hoy era la falta de electricidad. Sin la posibilidad de escuchar la radio ni asomarse en el balcón, el anciano supuso con razón que lo esperaba un día en que las horas marcharían lentas.
Al término de la mañana, se cumplía la predicción. Llovía, llovía con ganas.
El anciano apenas almorzó. Si la obligada soledad por la marcha de la familia al trabajo, si la debilidad de las piernas le impedía hasta una mínima caminata, si el sentimiento de inutilidad le resquebrajaban las ganas de vivir, el ruido de esta tempestad anunciada le aumentaba la depresión.
A pasos lentos, pasitos, volvió a recorrer el vacío. El médico le aconsejaba estos simulacros de paseos en que podía apoyarse en las paredes, en los muebles si las piernas le intentaban la caída. Se perdió el programa de los deportes, donde hablaban de pelota. La palabra pelota le revolvió ideas afines.
Cuando llovía, en el estadio del Cerro se suspendía el juego. Desilusionados y mojados corrían a buscar la guagua. ¿Era la guagua o el tranvía? Un rotundo trueno le paralizó la duda. Otra lluvia todavía más distante le asomó a la mente. En la niñez jugaba a la pelota en un placer. Había muchos niños, muchos niños como él. Y un día siguieron en el juego bajo un aguacero y llegaron todos enfangados a las casas y las madres repartieron pellizcos y hasta zapatazos. Intentó una sonrisa y le salió una mueca. El recuerdo de aquel juego de pelota era tan firme que en el segundo intento de felicidad, la mueca se convirtió en sonrisa.
El escándalo de la lluvia también le cambió en los oídos. Era un sonido alegre de pies descalzos chapoteando, brincando, enfangando a los otros y los otros enfangándolo a él. Los días de tempestad, la madre lo castigaba porque escapado, gozaba de los torrentes caídos desde las tejas salientes. Un día lo encerró.
Se acercó a la puerta cerrada del balcón. Las manos de picher de placer habían perdido fuerzas, desde el penúltimo partido con la vida. La abrió. Recibió el agua bendita del cielo por largo rato. El frío de los huesos aligeraba el espíritu. Hacía la felicidad tan parecida a una pelota de béisbol.
En la calle, un adolescente gritó entre risas: ¡Ese viejo parece un pollo mojado!

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