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Un girasol sediento para el centenario de Samuel

6 de diciembre de 2013

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En 2014 el poeta, narrador, investigador y artista plástico Samuel Feijóo arribaría, si estuviera entre nosotros, al centenario de su natalicio. Figura arisca, contradictoria y prolífica, su obra despierta muchos ecos en mí. Hoy quiero especialmente recordar un libro de versos suyos que un amigo me recomendó hacia 1977 y por mucho tiempo me acompañó: El girasol sediento.
El volumen había aparecido en 1963, dentro del plan de publicaciones de la Universidad Central de las Villas, colección que el propio Feijoo dirigía desde su surgimiento en 1958. De los nueve cuadernillos que conforman el libro: “Segura estancia”, “Tenue otoño”, “Camarada celeste”, “Noche”, “Hado de la música”, “Alba llama”, “Media imagen”, “Errante asilo” y “Coloquio”, sólo el tercero había sido publicado de manera independiente en 1944 y los otros, incluidos con ciertas variaciones en el Libro de apuntes (1954). Quizá eso explica que en la portada, bajo el título, aparezca entre paréntesis el intervalo 1937-48 y la aclaración “Edición definitiva”. El “grupo de librillos de un poeta joven, fatalmente ensimismado, enfermo, pobrísimo, solitario a su gran pesar” está dedicado a Fina García Marruz.
Cuando vuelvo hoy sobre esas páginas, descubro que raramente en ellas hay un texto que merezca aislarse y considerarse antologable, con la excepción, quizá de “El baño antiguo”, por la elegancia de sus endecasílabos blancos y un aliento de auténtico clasicismo:

 

Por la naciente y clara primavera
tiñendo la hojazón de la llanura,
alumbrando la piedra entre las aguas
convida la alta tarde a la doncella.
Plácido olor emana de sus cantos
y ella cede al llamado y se desnuda
ante el cristal sereno en que se mira.

 
El resto del conjunto debe leerse como un “diario” o “libro de apuntes” donde el autor, perpetuo vagabundo, registra un detalle del paisaje, un estado de ánimo, una fascinación o una carencia. Ni siquiera los títulos tienen habitualmente un peso que diferencie cada poema. ¿Cuántos textos hay en estas páginas y en el resto de las escritas por Samuel, titulados obsesivamente “Ser”, “Faz”, “Noche” o simplemente “Canción”? Más que preservar la identidad de una pieza, le interesa dejarla ligada a un conjunto, mostrarla como otro intento de aprehender algo que siempre escapa a su escritura.
Encontramos, sobre todo en los dos primeros cuadernos, la huella de Juan Ramón Jiménez, cuya poesía ha sido fruitivamente asimilada por el joven Feijóo, aunque no es una presencia exclusiva, en tanto el poeta tiene un amplio conocimiento de la poesía cubana del siglo XIX, especialmente en su vertiente más popular: Plácido, El Cucalambé, Pobeda, así como es innegable la admiración que siente por un poeta que pertenece a una generación inmediatamente anterior a la suya, Eugenio Florit, cuyos libros Doble acento (1937) y Reino (1938) gravitan sobre las páginas de El girasol…sin lugar a dudas, del mismo modo que el aliento neorromántico de las elegías de Emilio Ballagas, incluidas en Sabor eterno (1939).
Sin embargo, el resultado, si no enteramente original, responde a una voluntad poética personalísima, arisca, no muy fácil de definir. Conviven en sus versos la efusión lírica de un instante, con lo fragmentario e inacabado y por otra parte, en grandes zonas del libro nos parece que estamos contemplando el cuaderno de apuntes de un pintor, en el que un paisaje o una escena recordada se esbozan cien veces para tratar de hallar un detalle o un defecto que se escapan:

 

Quieto, viendo
la soledad dorarse.
El canto
es, y vuela.

 

Hoy es posible reconocer la importancia y valía de esta obra que no parece haber tenido imitadores ni discípulos, pero que sigue conmoviéndonos con su irrestañable flujo de belleza.

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