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Un cucurucho de cariño

5 de julio de 2013

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Pasaron las tensiones de los exámenes. Este año, escenas repetidas. Asustados los muchachos, pegados a los libros en carrera finalista. Estos nietos no escarmentaban. Aprobaban, unos con mejores notas que otros, pero aprobaban. El próximo año, uno aspiraría a la entrada al pre y entonces sí, la dedicación desde los inicios del curso, podría ser determinante. Ella no debía preocuparse por adelantado porque el reguero casero mostraba la apertura a otras tensiones, las de turno en Julio y Agosto. ¡Las vacaciones!. Estaban de vacaciones, ellos. Ella, no.
Se respiraba en el ambiente. En la poceta del baño se acumulaba la arena, muestra de una playa que ella solo disfrutaba en las imágenes de la TV y las anécdotas. Los pomos de agua del refrigerador vacíos  porque la sed era constante y sobraba el tiempo para las diversiones, no así para rellenarlos. El gasto en pan aumentaba y el de las migajas regadas por la casa. Aumentaban también los ruidos y en especial aquellos clasificados como música y que para ella eran solo eso, ruidos ensordecedores.
El anciano entró en la cocina y leyó todas esas conclusiones en su rostro. Regresaba de las compras diarias. No pesaba la jaba y menos, la billetera. No era preocupante, el hijo y la nuera trabajaban doble para la satisfacción de las necesidades medias y para justificar la ausencia de cooperación en el hogar.  El recorrido bajo el sol le dibujaba en el rostro una expresión idéntica a la de la extenuada anciana. Pero… durante la lenta subida de la escalera, le nació una idea salvadora. Ellos tenían derecho a una hoja de ruta veraniega.
La comida lista, la casa mas o menos presentable y con pocas migas de pan regadas. Se tomaron de la mano y salieron ante los asombrados ojos del único nieto presente. Caía el sol y no molestaría durante la larga caminata. El regreso nocturno sería en ómnibus, a cualquier hora que la ruta pasase. El paseo tenía un sabor a aventura y estaban preparados para los tropiezos, nunca peores de la letanía de los días iguales en primavera, verano, otoño e invierno.
Nativos y turistas extasiados en el derrumbe del sol en el mar. Ninguno de los dos en la infancia vivió cerca de una costa en la tierra ausente y rememorada a pesar de las escaseces acompañantes de las correrías de la niñez. Esta ciudad intentó domarlos, pero ellos les trasladaron las costumbres y la doblegaron a su gusto. El Malecón se les ofrecía dócil y las fortalezas les mendigaban la atención, mientras el sol huía de los móviles y las cámaras minúsculas. Olvidadas de las guerras, imponentes todavía, las piedras les traían narraciones escuchadas en la radio, hermoseadas en imágenes. Ajenos a la algarabía de los paseantes y los anuncios de los vendedores, sucumbieron por primera vez ante el embrujo de una ciudad de brazos abiertos utilizados en provecho personal. El Faro del Morro los obsesionó y se prometieron permanecer hasta que los despidiera un cañonazo. Sentados en el muro, comieron los maníes de rigor. Ella guardó en la cartera los cucuruchos vacíos en acción respetuosa a la ciudad que los cobijó y que les imploraba unas migajas de cariño.

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