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Un artículo de Charles Chaplin (II)

30 de enero de 2015

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chaplin-original (Small)Damos continuidad hoy en nuestra sección al artículo intitulado “La comedia y la tragedia ante el público”, del genial actor y director Charles Chaplin, el cual fue publicado en la revista “Nuestro Tiempo” en la edición correspondiente a mayo-junio de 1957.

 

No me parece razonable producir una película en seis u ocho semanas. Una buena película, una verdadera película, requeriría un año de esfuerzos, y aun en este caso, no sería fácil encontrar mucho arte en esa película: hasta me pregunto si su autor no se cuidaría de revisarla nuevamente después de seis o doce años. Si se tuviera el tiempo —y el dinero— necesario, el método ideal sería producir la película rápidamente, ver el resultado y después rehacerla enteramente y en su forma definitiva.
En lo que se refiere al planteamiento de una obra dramática, es un hecho comprobado por la vida que un personaje sin principios puede, utilizando la astucia y el fraude, acumular una buena cantidad de dinero, pero esto resultará desagradable a muchos espectadores, aunque la obra se base en la ironía extrema del éxito de tal personaje. Esos espectadores experimentarán una indignación tal que los hará olvidar que el autor ha logrado interesarlos, los ha conmovido y que durante todo el espectáculo han vivido con los personajes. Es un hecho: y sin embargo, esos espectadores jurarán que no han asistido a un espectáculo interesante. Pero, ¿en qué consiste interesar al público si no en hacerle olvidar durante algún tiempo su propia identidad para hacerlo vivir en otro mundo?…
La tragedia también es generalmente impopular. El público está dispuesto a no gustar, por razones personales, la sustancia de un argumento, y a no apreciarlo como un trabajo bien realizado. Si una tragedia es profunda y terrible, como debe ser, crea una sensación de temor que se refleja en el espectador; si éste pudiera por lo menos separarse de su perspectiva personal, lograría encontrar belleza en la desgracia. En cambio, cualquiera que ésta sea, él lo interpreta enseguida como una advertencia personal que lo indispone inmediatamente contra la obra.
Algunas personas que han visto mis películas me dicen a menudo que lo que más les gusta de ellas son los pasajes patéticos. Así, una dama inteligente que encontré en New York se declaraba enemiga de las películas cómicas, pero agregaba que le gustaban los fragmentos de emoción que podía encontrar a veces en mis películas.
Aunque no estoy de acuerdo con ella porque yo amo la buena, la honesta comicidad —o sea la comicidad a la que se llega naturalmente—, esa apreciación suya por lo trágico que a menudo se acompaña lo cómico, es compartida por un gran número de personas. La tragedia, en tales casos, no resulta molesta nunca, porque de todos los seres del mundo de la ilusión el clown es el que está más aislado. Nadie es como él: y en el fondo importa poco lo que él hace, o lo que le sucede, mientras no toque los límites de una excesiva vulgaridad.

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