ribbon

Tristán de Jesús Medina y Mozart

13 de diciembre de 2013

|

El reciente montaje de La flauta mágica de Mozart me hizo evocar la influencia de este compositor tan universal y entrañable en varios creadores literarios cubanos, desde José Martí, quien se refirió a él en diversas ocasiones, hasta Alejo Carpentier y José Lezama Lima. Sin embargo, quise detenerme especialmente en un autor menos recordado: el clérigo, poeta, narrador y publicista bayamés, Tristán de Jesús Medina, una figura de nuestro siglo XIX, precursor del modernismo literario, en cuya vida y obra hay mucho que investigar todavía.
Mozart ensayando su Réquiem, quizá el más valioso de sus relatos, apareció en Madrid, en la Imprenta de Fortanet, en 1881. El relato se hace eco de dos obsesiones que el bayamés cultivó a lo largo de su existencia: la pasión por la música y la obsesión romántica por el amor-amistad que debe impregnar todas las cosas. Medina, de quien se dice que conocía de música y sabía ejecutar partituras en el violín, consideraba este arte como el más alto de todos, tal y como defiende en su ensayo El arte del siglo, donde llega a afirmar que: “La redención humana por el arte divino está iniciada en el Don Juan de Wolfgang Mozart.”
Medina forja en su relato a un Mozart muy distinto del que nos revelan los investigadores contemporáneos: concibe a un ser todo bondad que no puede comprender las miserias humanas y que cuando no está componiendo música, diserta hasta su último aliento sobre la jerarquía de esta por encima de la pintura y la escultura y sueña que todo el universo, a través de ella, descubra los nexos de fraternidad que deben unir a los hombres para poder atisbar la grandeza de Dios.
Es innegable que a lo largo de las diez partes de este relato, que no en vano se encabeza con un pasaje de Berenice de Poe -otra alma atormentada como la de Tristán- hay muchísima retórica derivada del ansia por traducir el encanto de la música en palabras y además forjar en las mismas páginas, una novela y un tratado de estética. Por momentos ese Mozart magisterial y esteticista parece arrancado del círculo de Walter Pater. Medina acumula demasiadas cosas para tratar de fundar su religión de lo bello pero en ciertos pasajes consigue un auténtico efecto mágico, como la escena inicial en que, ante la noticia de la agonía del compositor, los constructores de un templo se detienen en silencio y las grandes moles de piedra quedan detenidas en el aire o el momento de la sexta parte en que se ensaya el oficio de difuntos ante el lecho del moribundo:
El versículo repetido de lux perpetua luceat eis!, parecía haber realizado el deseo más vivo del maestro, a los dos segundos de comenzado el nuevo canto. La cámara se transparentó. Hubo una ráfaga de luz diurna que atravesando de nuevo el espacio, venció las primeras penumbras rebeldes de la tarde, como si se hubiese trastornado el curso del día y de las horas. El torrente de las horas luminosas, contenido por repentino dique, por una mano gigante que bendecía desde más allá del horizonte, rebotó hacia atrás espumante de prismática luz. El sol se olvidó también de sí propio, a la manera de Mozart, habíase equivocado como algunos enfermos, al despertar de una tregua demasiado pasiva del dolor, que preguntan por la tarde si acaba de amanecer.
Cintio Vitier, quien descubrió el texto en los fondos de la Biblioteca Nacional cubana a inicios de los años 60 del pasado siglo y lo hizo reimprimir con un ensayo preliminar, descubre allí nexos estilísticos con la novela Amistad funesta de Martí y concluye: “por la profundidad de su concepción simbólica y los aciertos perdurables de sus mejores páginas, se sitúa en primera línea dentro de la literatura imaginativa del siglo XIX en el ámbito hispánico.”
He aquí una lectura que recomendamos buscar en las bibliotecas a los amigos de la música y la poesía.

Galería de Imágenes

Comentarios