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Tránsito de Abelardo Estorino

29 de noviembre de 2013

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No estaba yo en La Habana ese día del noviembre ya declinante cuando falleció Abelardo Estorino, la noticia me alcanzó allá en Quito, Ecuador, en pleno corazón de los Andes y el desconcierto no me permitió decir ni escribir entonces cosa alguna. Ya no vería más al hombre ingenioso, pero sencillo y discreto, que se permitía tantas veces colocarse en un segundo plano, aunque se sabía uno de los principales escritores del teatro cubano. Ahora, días después, de regreso en mi hogar, me permito evocarlo, no sólo como al grato colega en la Academia Cubana de la Lengua, sino como el artista íntegro que fue.
Tendría yo apenas seis años cuando en la céntrica Plaza de la Soledad, muy cerca de mi casa camagüeyana, colocaron una valla, que por entonces se me antojaba enorme, para anunciar una puesta de El robo del cochino. Por unos días me dio por repetir, para desesperación de los que me rodeaban, lo que me sonaba como un divertido estribillo: “El robo del cochino de Abelardo Estorino”, “El robo del cochino de Abelardo Estorino”, una y otra vez. Como el título se me antojaba muy prometedor, cuando mi padre me sugirió la ida a una función teatral, reclamé que fuera a ver el cochino de marras, a él le pareció un disparate ese antojo y me compensó con la primera puesta en escena que guardo en mi memoria: La cucarachita Martina, en adaptación de…Abelardo Estorino, a la que seguiría poco tiempo después una de las piezas que guardo con especial deleite en el recuerdo, porque sabía hablar a los infantes en su lenguaje, mezclando humor y magia teatral: Pompín, el fantasmita.
Hacia 1973, Teatro Estudio visitó Camagüey y yo pude presenciar un montaje de La discreta enamorada de Lope, que colmó mis más fervientes ansias teatrales: la comedia del Fénix estaba llevada con tal ligereza, precisión y frescura que parecía un ballet con parlamentos y los versos brotaban sin impostación, como el habla común, en fin, uno de esos felices encuentros entre teatro y literatura que no es frecuente hallar en la escena. Yo no alcancé a ver otras puestas paradigmáticas dirigidas por Estorino como Los pequeños burgueses y Aire Frío, pero sólo por La discreta merecería un homenaje especialísimo.
Lo más atractivo del teatro de Estorino es que no se agota en una clasificación simple: por más que se le quiera adscribir al realismo, su mirada a la realidad tiene tal sobreabundancia de significados, que apunta siempre hacia un más allá invisible e inquietante que desmiente, al menos en primera instancia aquel presupuesto especular del arte como imitación de la realidad. Abelardo tiene la sabiduría de un Chéjov para mirar lo nuestro, sin que ello le impida a veces tomar el empaque grandioso otorgado al hombre de todos los días de un Eugene O’Neill. Podemos preferir Vagos rumores o La casa vieja, disfrutar de Parece blanca, su notable versión de Cecilia Valdés o retornar a El peine y el espejo. De todos modos estamos en el terreno de lo excepcional.
Quiero pensar que ahora Pepe Estorino está junto a los que amó, a su dilecta intérprete Adria Santana y desde luego junto al genial y enloquecido José Jacinto Milanés y solo atino a recordar aquellos versos de Federico Milanés que él reprodujo en Vagos rumores:
Luz serena también que, en noche grave
mientras la tempestad alta rugía,
junto al timón de contrastada nave
ver esperó cuando brillase el día!

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