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Thomas Merton en Cuba (III)

8 de enero de 2016

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“Cuba es el escenario del juego del poeta”.
Detengámonos unos instantes en el término juego. No estamos hablando de competencias o banalidades. Recuerden que Merton viaja a Cuba a encontrarse con Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, a ofrecerle a ella su deseo de consagración total a Dios y para eso recorre el país. El viaje es una peregrinación en la que vamos encontrando elementos agonísticos –manifestados en los conflictos entre los protagonistas: por un lado la Cuba descrita en la impronta del diario, el país más cercano de las memorias, las esperadas visiones de los ceibos y la realidad transfigurada que termina apareciendo–; también encontramos las sombras del vértigo y la vivencia en él –illynx– , el azar que interviene como providencia –alea– , y la imitación del imposible como posible –mimesis–. Es decir, aparecen todos los principios que Roger Caillois describe en su conocida obra de 1967, Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo.
Iremos verificándolos en este andar con paso mertoniano. Recuerden lo acontecido en La Habana, en Matanzas y en Camagüey. Ahora, estamos rumbo a Santiago de Cuba, apoteosis del juego cubano de poeta, que es a la vez preparación para el cierre de la partida, un final habanero en el que ocurre el verdadero “apocálypsis”, es decir, la revelación, el corrimiento de los velos y la muestra de la verdadera cara, del verdadero propósito de sus estancias.
Tengamos paciencia. La suma de pasos hacen el salto, la pirueta, y proporcionan el verdadero placer de los caminantes, que no consiste en llegar sino en avanzar, pasito a paso.
De Camagüey vamos a Santiago de Cuba. Posiblemente Mertonsaliera por los lados de la Terminal de Trenes, más abajo, en la calle Avellaneda, en el cuchillo que formaba un hotel y en el que se posaban los ómnibus, bestias dispuestas a todo. Los choferes serían muy parecidos a los de hoy, esa es una especie de pocos cambios. A voces los auxiliares anunciaban los itinerarios.

 

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“Finalmente, mi ómnibus marchó rugiendo a través de la llanura seca, hacia la muralla azul de las montañas: Oriente, el fin de mi peregrinación”. Dice Thomas y la fiera avanza. La vemos, es abril o mayo de 1940. Un pequeño detalle, la realidad se burla, le hará muecas al muchacho que se atreve, aún años después, a anunciar que en el Este le espera el fin, cuando apenas fueel aperitivo de lo que vendría.
Dejemos a nuestro amigo avanzar.
En La Montaña de los Siete Círculos nos los presenta así: “Cuando íbamos cruzando la sierra divisoria y bajábamos por los verdes valles hacia el mar Caribe, vi la basílica amarilla de Nuestra Señora de Cobre, de pie en una prominencia, sobre los tejados metálicos del pueblo minero que emergía de las profundidades de una honda concavidad de verdor, defendida por peñascos y pendientes escarpadas cubiertas de matorral”.
Una pequeña, y quizás burda precisión. En 1940 aún no era basílica aquel templo, lo sería en la década del ochenta, entonces era únicamente Santuario Nacional, lugar de entrañable resonancia para el cubano. Recuérdese que en 1916 el papa Benedicto XV, a petición de veteranos de las Guerras por la Independencia, reconocía como patrona de Cuba a la Virgen mambisa, coronando así una trayectoria de amor mutuo, nacido en la Bahía de Nipe en pleno siglo XVII.

griffin_-_dp_13Al ver la iglesia recortada contra el verde y el cielo, el poeta exclama:”¡Ahí estás, Caridad del Cobre! Es a ti a quien he venido a ver; tú pedirás a Cristo me haga su sacerdote y yo te daré mi corazón, Señora; si quieres alcanzarme este sacerdocio, yo te recordaré en mi primera misa de tal modo que la misa será para ti y ofrecida a través de tus manos, en gratitud a la Santa trinidad, que se ha servido de tu amor para ganarme esta gran gracia”.
Merton continua: “El ómnibus se abrió camino hacia abajo por la falda de la montaña, rumbo a Santiago. El ingeniero de minas que había subido en lo alto de la cordillera divisoria estuvo hablando todo el camino cuesta abajo en inglés, que había aprendido en Nueva York, contándome el soborno que había enriquecido a los políticos de Cuba y de Oriente”.
Un hombre de tecnologías, en inglés, para que no tenga dudas, le habla de la corrupción insular, del cáncer de los políticos que se comía a la República; porque Cuba, a pesar de la constitución del 40, no nos llamemos a engaño, era un burdel. Se escribió la carta magna con letra muerta; aquel era un país que vivía en la futuridad, y desde entonces es candidato a resurrección, ya lo sabemos, se prefiguraban los ingredientes de la gracia, pero la isla estaba muerta.
Llega a la antigua capital y obispado primado del archipiélago, se hospeda en el Hotel Casagranda, no lo nombra, pero lo describe, “frente a la catedral”, comió en la terraza, vio los estragos de uno de esos temblores de tierra, que comparados con otros más parecen estornudos que sacudidas, aunque a veces sorprendan y asusten. Va al Cobre en una guagua a la que califica como “el más peligroso de todos los furiosos ómnibus que son el terror de Cuba”, danza frenética en dos ruedas y a 160 kilómetros por hora, siempre a punto de explotar. Reza el rosario todo el camino, pero llega. Así siempre sucedeaquí, se llega aunque sea con el credo en la boca.
En el Santuario, sube hasta el camarín, y allí encuentra la “virgencita alegre y negra, cubierta con una corona y vestida de magníficos ropajes”, la llama Reina de Cuba, y lo es, señora de territorio variopinto, en el que se puede encontrar a súbditos que creen en ella pero no en Dios o a quien la llama virgen y la cree zalamera y mujer de varios hombres. En fin, cubanismos.

thomas mertonTrata de rezar pero “una piadosa sirvienta de mediana edad, con vestido oscuro”, “ansiosa por venderle una porción de medallas”, no lo deja, se escurre a la iglesia, pero ella lo persigue. Él se va, desilusionado, “sin decir lo que quería a la Caridad ni llevar muchas noticias de ella”.
Rápido aprendió Merton que lugares de mucha concurrencia no son buenos para el recogimiento.
Sale, compra “una botella de una especie de gaseosa” –¿sería pru?– y sucede un milagro: desde una de las casas, no desde la iglesia, escucha sonar un armonio, que tocaba el Kyrieeleison.Alguien le pide perdón. No le habíamos dejado hablar y le pedimos perdón. Alguien pide perdón.
Regresa a Santiago de Cuba, y en la terraza del Hotel Casagranda, almorzando, sin sonidos de armonio, quizás con piano a lo lejos y el chasquido de los zapatos de los meseros y los comensales, quizás con el fondo de las copas de cerveza Hatuey y el rozar de cubiertos contra los platos de loza inglesa, la Caridad del Cobre tuvo una palabra que decirle, “entregó la idea para un poema que se compuso tan suave, fácil y espontáneamente”, que lo escribió “casi sin una corrección”:Así que el poema resultó ser ambas cosas: lo que tenía que decirme y lo que yo tenía que decirle. Era una canción para la Caridad del Cobre; era, por lo que a mí se refiere, algo nuevo, el primer poema verdadero que jamás había escrito o, de cualquier manera, el que me gustó más. Señalaba el camino a otros muchos poemas; abría la puerta y me hacía tomar un rumbo cierto y directo que había de durar muchos años.
Debería alguien preocuparse por poner esos versos en un lugar visible del hotel santiaguero, o quizás, grabados en bronce puro, dejarlos en el camarín de la Virgen, junto a la Medalla del Premio Nobel de Ernest Heminguey,para recordarnos que la luz es posible.

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