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Thomas Merton en Cuba (II)

18 de diciembre de 2015

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Decíamos que Thomas Merton era un católico converso, es decir, un hombre que decide en conciencia aceptar la fe católica romana, uno que se bautiza adulto más por convicción que por tradición. Decíamos, además, que tiene vocación, y que esta era un llamado a la vida sacerdotal, pero que no sabe si lo están llamando a ser hermano o monje. A estas alturas ustedesse estarán preguntando, ¿quién llamaba a Merton? Lo llamaba Dios desde el hondón de su conciencia. Entonces, las respuestas que necesitaba las tenía el Otro, y estas había que buscarlasen el andar.
El llamó a su estancia aquí “vagabundeo por Cuba”, pero hay que dejarlo explicarse porque parecería que estamos delante de una “de aquellas peregrinaciones medievales que consistían en nueve décimas partes de vacaciones y una décima parte de peregrinación”. Y no, el poeta vino a Cuba a “hacer una peregrinación a Nuestra Señora del Cobre”, según sus propias palabras, es decir, Merton no estaba aquí de vacaciones, o no solo por ellas, sino que había venido a encontrarse con la Virgen, con la patrona que nos dimos los cubanos.
Eso justifica los tonos altos que se respiran en los diarios y la deformación que sufre la capital cubana; tan es así, que años después, al hablar de su experiencia cubana, reconoce que le acompañó cierta dosis de “inmunidad frente a la pasión o el accidente”.
El viaje de Thomas Merton por Cuba se entiende en términos de peregrinación o se fracasa, es ahora que podemos descubrir por qué La Habana en él es más parecida a la visión de la tierra prometida que tuve Moisés sobre el monte Moria, que la visión que de ella tienen otros viajeros y la que se desprende de la prensa habanera de la época. Merton no es un viajero, sino un peregrino que “a cada paso que daba se abría un nuevo mundo de gozos, gozos espirituales, placeres de la mente, la imaginación y los sentidos en el orden natural, pero en el plano de la inocencia y bajo la dirección de la gracia”.
Atiendan este final, que es significativo: nuestro poeta no vino sino que fue traído. ¿Traído a qué? A que le contestaran ciertas preguntas; pero, sobre todo, por la certeza de que necesitaba de un ambiente católico, pues, sostenía que“antes de que haya alguna posibilidad de una experiencia completa y total de todos los goces naturales y sensibles que desbordan de la vida sacramental”, era necesario el ambiente del catolicismo francés o italiano o español. Se desprende que esa vivencia era un imposible en la sociedad norteamericana y había que buscarla en Cuba, con un catolicismo todavía muy español, a pesar de los treinta y ocho años de “república”. Aquí describe iglesias “cargadas de impetuoso dramatismo español” en las que encuentra “en todos los rincones a cubanos en oración, pues no es verdad que los cubanos descuiden su religión…o no es tan cierto como complacientemente piensan los norteamericanos, basados sus juicios en las vidas de los jóvenes ricos y lívidos que vienen al norte desde esta isla…”

 


Sin cometarios. Aunque vale la pena que hagamos precisiones. El cubano ciertamente “no descuida su religión”, pero ¿de cuál religión hablamos? De la suya propia, de su imaginario, de la que nace de la rara combinación del bautismo católico por tradición y el anticlericalismo por cultura. Pero ese seguramente es tema para los científicos sociales. ¡Zapatero, a tus zapatos!
Hay otro elemento que le cautiva de Cuba: el idioma. A Merton el español le parece una lengua fuerte, ágil, precisa, con la cualidad del acero, que le da la exactitud que necesita el verdadero misticismo, pero que es a su vez suave, gentil, cortés, devota, galante y suplicante. Le parece, como a Víctor Hugo, “una lengua apropiada para la oración y para hablar con Dios”. Vino a peregrinar y quiso hablarle a Dios en un idioma que le fuera grato, una lengua que “tiene algo de la intelectualidad del francés” pero que “nunca desborda en las melodías femeninas del italiano”.
Aquí fue un príncipe, un millonario espiritual, rodeado de seres humanos que resistían el ruido de la ciudad.
De iglesia en iglesia, del parque Central a la casa, ¿qué casa, dónde estuvo, sería por los costados del parque, por Centro Habana o más cercano al Vedado? ¿Quién sabe? ¡Quién supiera!“Cuando estaba saciado de oraciones, podía volver a las calles, paseando entre las luces y las sombras, deteniéndome a beber enormes vasos de jugos de fruta helados en los pequeños bares, hasta que regresaba a casa a leer a Maritain o Santa Teresa hasta la hora de almorzar”. No habla de la casa, ni del libro o los libros de Maritain, más si de La Vida de la Santa Madre Teresa de Jesús y algunas de las mercedes que Dios le hizo, escrita por ella misma.
De La Habana, va a Matanzas, a Camagüey y a Santiago de Cuba, atraviesa en un bárbaro ómnibus la isla, pero la ve gris aceitunada. ¿Sería acaso daltónico? Esta isla es de un verde cortante, al menos así me lo cuentan los que cosas de ese color ven. Yo la percibo también gris aceitunada y soy daltónico.
Thomas esperaba ver a la Virgen en el camino, pero no la vio “bella, en ninguno de los ceibos”.
En Matanzas va un parque, no dice cuál, pero Cintio Vitier intuye que es el Parque de la Libertad, donde la gente gira como manecillas de reloj, mujeres a compás y hombres a contracanto. Seguramente miradas furtivas, pequeños roces, un guiño, una tos nerviosa, una sonrisa detrás del abanico. Tom convoca una pequeña multitud y en español les habla de su fe, una escena tierna y conmovedora, ciertamente infantil. Uno dice, no sé por qué lo imagino viejo y mulato, que Merton es “un católico muy bueno”. Duerme feliz en Matanzas, en el Hotel Louvre. Le gusta el elogio.
Sus pasiones, regresaron en Camagüey, pero no tenía por qué preocuparse, Santa María del Puerto del Príncipe no era un lugar peligroso. Yo que soy de allí me limito a decirle a Tom que no ande en esa gaveta, que no toque esa tecla, que mejor dejamos las cosas como están, que pueblo chiquito es averno grande, aunque aquella, mi ciudad, no es tan pequeña como la pintan ni tan grande como hubiéramos deseado. Es gracioso su dibujo: “ciudad muy insípida y soñolienta…en donde prácticamente todo el mundo estaba en cama a las nueve de la noche”.

 

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En Camagüey siguió leyendo a Teresa de Cepeda, “bajo las palmeras grandes y magnificas de un jardín enorme que tenía enteramente” para él. Cintio Vitier cree que Merton se refiere al Casino Campestre, espacio lleno de árboles de diversas especies, en el que crece El árbol de la República, como lo llama el poeta Rafael Almanza; pero creo se equivoca. El Casino es parque no jardín, las palmas solo guardan la avenida que hoy conduce al estadio y que, por la costumbre de las tiñosas de tenerlas por casa, nada de admirable ofrecen. Por debajo de ellas hay que andar en marcha apurada, y así no se puede leer. Bajo las palmas –flacas, pestilentes y manchadas– no hay bancos.
Más parece que nuestro amigo describe los jardines del antiguo Hotel Camagüey, antes Cuartel de Caballería del Ejército español y hoy Museo Provincial Julio Antonio Mella. Es un jardín de palmeras enormes, con bancos y una fuente recoleta en la que un niño de bronce orina con inocente desfachatez. Rodeado de arcadas de medio punto, es un lugar solitario y silencioso, propicio para la lectura.
El Casino quedaba en las afueras del Camagüey de los años 40, el Hotel a dos cuadras de la Terminal de Ferrocarriles y a unas cinco o seis cuadras del lugar desde el que llegaban y salían los ómnibus de la línea Santiago-Habana en la calle Avellaneda. Además, para leer en el Casino hay que disponerse a viajar, y los hoteles de la época estaban distribuidos en las calles del centro, y el Hotel Camagüey estaba en los inicios de la Avenida de los Mártires.
A favor de la hipótesis de Vitier está la devoción de Merton por la Virgen de la Caridad, motivo de su peregrinar. Para ir a saludarla en Camagüey hay que atravesar una avenida y llegar a un barrio, los de la Caridad justamente, donde está el santuario diocesano. A su costado hayamos el Casino Campestre. Era aquella una zona bien comunicada, los tranvías, los coches, los ómnibus, llegaban hasta allí; pero el poeta no menciona esa iglesia, sino otra, la de Nuestra Señora de la Soledad, advocación rarísima, que le acompañó siempre.
Si Merton hubiera ido al Casino Campestre hubiera visitado al Santuario, uno de los más antiguos del país dedicados a esa advocación mariana, y si lo hubiera conocido lo hubiera descrito, tenía un altar mayor de plata pura y gruesa, muy barroco, dicen que hermoso, del que sólo quedan fragmentos.
Veamos a Thomas Merton describir mi amada parroquia: “… encontré una iglesia dedicada a la Soledad…una pequeña imagen vestida, en una hornacina sombría: apenas podía uno verla. ¡La Soledad! Una de mis mayores devociones; no se la encuentra, ni se oye nada acerca de ella en este país –se refiere a USA–, excepto una antigua misión de California que fue dedicada a ella”. Realmente la imagen no es tan pequeña, tiene entre 150 y 175 cm de altura y con el manto abierto, de terciopelo negro bordado en oro por monjas catalanas, otros tantos. Es un esqueleto de madera del que solamente vemos la cara y las manos. Por debajo, la Virgen tiene senos que casi nadie ha visto, pudorosamente se les cubrían con un corpiño y cuando se iba a vestir mandaban salir a los intrusos. Estaba en esa época ya en un nicho bien iluminado, aunque las luces solo se prendieran durante las misas; lo sé por el padre Miguelito Becerril y por Fausto Cornell, dos de mis amigos difuntos. La iglesia tenía entonces los pisos de lozas de barro cocido y las paredes eran blancas, pintadas con cal. Merton no debió haber oído misa allí, hubiera recordado el poderoso órgano y las tres naves llenas de luz. Mientras no había misa la penumbra y el silencio se enseñoreaban. Fue siempre un buen lugar para los poetas.

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