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Su Caballero de La Habana

12 de noviembre de 2016

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caballero-520x360La voz derrumbó la súplica. Alzó la decisión. Ordenaba. A él le retornó la expresión de la madre al conocerla. Nunca la aprobó. Demasiado moderna. Después reconoció su fidelidad y pujanza en las buenas y en las malas y madre al fin, pensó que podía morirse tranquila al dejarlo en sus manos. El anciano empaquetó las dificultades del viaje a la Habana primera desde la estratosfera de los barrios circundantes. Trazó el plan de invasión, tal si fuera a la guerra. Cumplió la táctica, por lo menos para la ida, el regreso lo dejó estacionado en la incógnita.
El nieto los acompañó por las oscuras calles. Tomarían el ómnibus al revés y esperarían el próximo en la primera parada. Cariñoso y burlón a la vez, le dijo a la abuela que tendría el uno para darle la vuelta a la Ceiba. Ella en tono misterioso lo sumió en la curiosidad con aquel “yo no voy a darle la vuelta a la Ceiba”.
El amanecer la tomó pegada a la ventanilla. Cerró los ojos. No quería ver a su ciudad. Prefería imaginarla a su antojo. El olor a mar le jugó una trastada. La obligó a abrir los ojos. Sonrió. El Malecón estaba en su lugar.
Las primeras palomas andaban por la plaza. Habaneras al fin, eran salpiconas y querían el desayuno por adelantado. Ella no les hizo caso. Por su culpa, a la plaza de su infancia, los jóvenes le cambiaban el nombre. Esta era la Plaza de San Francisco y él estaba allí, esperándola a la entrada de la Basílica.
Le nació un incómodo sentimiento. Respetaba al escultor. Sería muy famoso, pero nunca conoció al limosnero de la capa raída. Lo consideró un loco y le levantó el brazo en actitud de mando. Si él pertenecía al orden de los sacrificados por el hombre y su principado era y es él de la luz. Él no se fabricó la fama. Le nació como nacen las flores silvestres a la orilla de los caminos. La anciana sintió lástima por su caballero. Los nuevos habitantes le distorsionaban su historia de limosnero apartado de las limosnas porque no las pedía. Lo adornaban de fantasías increíbles cuando su verdad las superaba. Las florecitas en las manos, apretados los papeles entre el delgado pecho y el brazo, los alegres ojos y esa sonrisa dulce, provocadora de un estado que supo después que se llamaba paz. Lo han vestido bien con palabras el iluminado historiador, el trovador de pelo largo y enredado y un médico, dijo, garante de sus secretos.
La anciana no le tocó la barba ni el dedo de la suerte. Buscó las roturas de la capa provocada, según supo, por una irreverencia ante la estatua. “Así estás como tú quieres estar. Lastimado por los hombres”.
Y mentalmente, así se hacen las rogativas de corazón, le pidió que librara a su Habana de los huracanes de agua y viento, de los armados por los hombres que son los peores.

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