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Schönberg en Cuba

20 de septiembre de 2013

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El próximo año se cumplen 140 del natalicio del compositor austriaco Arnold Schönberg (1874-1951). Este polémico creador, cuya obra se inicia todavía bajo la égida de Wagner, profundo conocedor de Bach y de la tradición germánica, iba a crear, sin embargo, un derrotero totalmente diferente para la música del siglo XX. El fue el primero en desafiar de manera sistemática los cimientos del sistema “tonal” que desde el siglo XVII dominaba absolutamente el arte melódico europeo y le opuso el “atonalismo” o “dodecafonismo”: una serie de doce sonidos, cuyas permutaciones se convertirían, a partir del respeto a unas reglas básicas, en la base de una nueva manera de composición.
A pesar de que el artista nunca visitó Cuba, su presencia en el ámbito sonoro insular fue tremprana. Ya en  1926 su  nombre estaba inscrito en los conciertos de “música nueva” que Amadeo Roldán y Alejo Carpentier organizaron en la habanera Sala Falcón, en los que oyentes desprevenidos recibieron aquellas oleadas vanguardistas donde se mezclaban Stravinski, Satie, Poulenc y Malipiero. El 13 de marzo de 1927 la Orquesta Filarmónica de La Habana, dirigida por Pedro Sanjuán, estrenó un  Preludio para cuerdas de Alejandro García Caturla, que, según Carpentier, mostraba una clara influencia del creador austríaco.
Precisamente esta Orquesta resultaría una de las principales difusoras de la obra de Schönberg en Cuba. En fecha tan temprana como el 30 de abril de 1933, se ofreció un concierto en el Teatro Nacional, con el director invitado Nicolás Slonimsky, una especie de acto provocador – para el público burgués y para el machadismo agonizante – en el que junto a partituras de Varese, Satie, Copland y Revueltas, se ejecutaba nada menos que el Acompañamiento a una escena cinematográfica, opus 34,  de Schönberg, compuesto sólo tres años atrás, al inicio de su etapa como prófugo de la represión nazi en Los Angeles, cuando intentó vincularse a Hollywood y crear partituras de verdadera calidad para sus filmes.
Trece años después, el 17 de febrero de 1946, en el Teatro Auditorium, otro director invitado, Jascha  Horenstein, sería el encargado, de estrenar en Cuba el poema sinfónico Noche transfigurada, opus 4,  obra temprana, atada aún a la atmósfera del creador de Tristán e Isolda, pero que ha llegado a ser una de las más divulgadas, gracias al atractivo de su sugerente material sonoro, cuya inspiración deriva de una poema de Richard Dehmel. Tres años antes, en New York, Alicia Alonso había encarnado uno de los roles del ballet Pilar de fuego, concebido por el coreógrafo Anthony Tudor sobre esta partitura y considerado por la crítica como uno de los mejores exponentes del quehacer danzario de aquellos años.
En las obras que compone José Ardévol poco después de su llegada a La Habana en 1930, hay ecos del atonalismo, pero es la generación siguiente, la que desarrolla su obra fundamental en las dos primeras décadas de la etapa revolucionaria, la más cercana a las enseñanzas de Schönberg, cuya impronta se hace notable en partituras y bandas magnetofónicas de  Juan Blanco, Sergio Fernández Barroso, Carlos Fariñas y aún en el quehacer de autores todavía más jóvenes como Juan Piñera.
He ahí poderosas razones para celebrar entre nosotros el año próximo ese aniversario del creador austriaco.

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