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Retorno a la bahía

16 de noviembre de 2019

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penetraciones-morroLe gustaba vivir cerca del mar. En su andariega vida, siempre prefirió las costas. Las bahías y los puertos lo atraían con un imán negado a descifrar hasta esa mañana. Al mirar las olas rompientes, evocó las otras que creía olvidadas. Se había excedido en la caminata. Estaba cansado. El apoyo del bastón no le bastaba. Temeroso, llamó a la nieta preferida, no al chofer. Respiró profundo. Saboreó el salitre, igual a cuanto mar había olfateado al norte, al sur de España, pero el color no era el mismo. Este mar grisáceo, copia de un cielo ni mejorado en las primaveras, era diferente al recordado hoy con tanta fuerza.
No siempre había turistas en el Malecón. Del padre y la madre borrachos, solo esperaba golpes. Alguien en el solar, le daba un jarro gigante de agua con azúcar y hasta un pan con tortilla. Los arrecifes le arañaban los pies. Los pescadores con los brazos abiertos, señalaban el tamaño de los tiburones. Los quilos prietos lanzados por los marines y aquellos turistas le curaban el susto. Pensar en las majuitas fritas, las frituras de carita y los rompequijadas del puesto del chino, lo convertían en el más arriesgado y la pandilla lo respetaba. Hoy no pensaba en los pies sangrantes y aquel grito del pescador avisando la presencia de tiburones. Recordaba las caras de quienes le regalaron una camisa vieja y hasta le pagaron una frita.
El coche arribó. La nieta descendió y él la miró, orgulloso. Alta, esbelta, con esa piel olivo heredada de él, último vestigio de aquellos esclavos llegados a la tierra distante. Era la menor, la favorita. La sonsacadora y cariñosa, la única que había logrado arrancarle algunos trozos del pasado perdido. Lo ayudó a acomodarse en el deportivo, le dio un beso en la mejilla y le adivinó una tristeza nueva no producto de la enfermedad encubierta. “Hoy he regresado a mi niñez”, dijo el anciano con voz cansada. Ella no preguntó. Mas por el cariño sentido que por sus argucias de psicóloga recién graduada, optó por no preguntar. No arrancó el coche. Aquellas aguas grises habían conmovido a aquel triunfador siempre en guardia. Esperaría.
Se desbocó en palabras que abrieron la comprensión de la chica a este abuelo enigmático. Un triunfador siempre en guardia en espera de la mordida de un tiburón. Hoy, el recuerdo de las manos con el pan con tortilla y el jarro de agua azucarada mataban a todos los tiburones del Atlántico, pensó la nieta. Un colega regresado de allá, de la isla, le contó que en los atardeceres de aquel malecón bajan del cielo todos los colores al mar. Con sus manos le secó las lágrimas al abuelo, hoy más abuelo y más viejo. Y le dijo al oído. Nos vamos para tu isla que también es un poco mía. Con sonrisa de adolescente, él lo confirmó.

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