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Ramón Peón: el cine como transfusión sanguínea

5 de febrero de 2021

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Ramón Peón durante el rodaje de “La Virgen de La Caridad”, 1930

Ramón Peón durante el rodaje de “La Virgen de La Caridad”, 1930

 

En la historia del cine latinoamericano, Ramón Peón (1897-1971) representa algo más que el descubridor del «talento del extinto galán y cantante mexicano Jorge Negrete» en La madrina del Diablo (1937). Así señaló medio siglo atrás la nota necrológica del fallecimiento del cineasta cubano, ocurrido en San Juan, Puerto Rico, el 2 de febrero de 1971.

Peón, menospreciado, desconocido, cuando no totalmente ignorado, posiblemente haya sido el realizador de lengua española que más películas dirigió, aunque no excediera el centenar de títulos, como llegó a afirmarse. El único realizador latinoamericano que pudiera aproximársele por su prolífica filmografía es Enrique Carreras (1922-1995). Según los contemporáneos de Peón, su tenacidad no reconocía paralelos; era la personificación del entusiasmo por hacer cine, al extremo que podemos atribuirle la feliz definición que hiciera el actor Howard Vernon del cineasta español Jess Franco, al afirmar que nació con una cámara en las manos.

Para el crítico cubano José Manuel Valdés-Rodríguez, es imposible dejar de mencionar a Peón al efectuar un recuento de las figuras caracterizadas por el fervor, la consecuencia y la lealtad al cine. Se torna difícil hallar un cineasta cubano con un historial semejante por la devoción, la dimensión y los conocimientos. Por esa razón debe considerarse a Ramón Peón entre las figuras relevantes de la cinematografía de habla hispana. Ya en una semblanza de su personalidad como director, publicada en 1937, se estimaba que la orientación de Peón hacia el cine fue definitiva: «Nunca hubiera podido ser otra cosa que director de películas [escribió el periodista]. Era una vocación que brotaba de lo más profundo de su espíritu y a la que consagró todas sus energías espirituales».[1]

El fotógrafo catalán Néstor Almendros, al incluir a Peón en una selección de realizadores poseedores de una obra personal o importante, de acuerdo con la «política de autores» en boga en tiempos de la nouvelle vague, lo caracterizó como un director con intuición cinematográfica, un autor de gran facilidad y prolífico como pocos, cuya película La Virgen de la Caridad (1930), revelara sus conocimientos de las enseñanzas de David W. Griffith. En México, su país de adopción, Peón, menos ambicioso que otros colegas, explotó todos los géneros: el melodrama, la comedia en todas sus variantes, hasta especializarse en las películas rancheras, que realizó en serie y en las cuales, a juicio de Almendros, pese a ser un cine barato, sencillo, eficiente, demostró su facilidad y cierto buen sentido narrativo. Los únicos géneros en los cuales no incursionó Peón fueron el horror y el cine erótico, ni siquiera para adoptar la moda imperante en los años sesenta.

Almendros, en su estudio del cine mexicano, a propósito del declive del realizador Chano Urueta, señaló algo aplicable también a Peón: «Su caída es arquetípica en la vida de muchos realizadores mexicanos que con buenas intenciones […] son aplastados por una industria que, como dijo Lo Duca en su visita a México, impone la tiranía de la técnica, más que en ningún otro lugar: producción en serie, presupuestos bajísimos, realización rapidísima […]».[2] Al respecto, el crítico Eduardo de la Vega, opina que ninguna de las cintas de Peón «logra trascender las convenciones genéricas en que suelen ubicarse».[3] En su criterio, solo algunas de sus obras fílmicas de los treinta poseen momentos destacables.

En su tesis sobre el cine cubano en el período 1897-1971, el historiador e investigador español Ignacio Ramonet subraya la disposición de Ramón Peón de sostener la industria del cine en su país: «Sumergido en el cine comercial, hizo de éste y del éxito de taquilla su objetivo prioritario. Aunque poco preocupado por los temas de incidencias sociales, hay que confesar que Ramón Peón enriqueció el cine cubano con elementos criollos tomados del teatro vernáculo y mejoró en mucho el nivel técnico general de la producción. Todas sus películas, en efecto, están realizadas con una técnica muy cuidada, aunque no se percibe en el resto la imaginación visual de La Virgen de la Caridad».[4]

 

Imagen de “La Virgen de la Caridad”

Imagen de “La Virgen de la Caridad”

 

Resulta interesante en ese sentido la opinión de Vicente Vila, publicada en el número 647 de la revista Siempre!, el 17 de noviembre de 1965, en la cual llamaba a la revisión de la obra de Orol, José Bohr y Peón, por ser el cubano quien realiza Sagrario en 1933, con un desconocido actor, Juan Orol, casi oculto al final del reparto. Ramón Peón dirige el primer argumento escrito por el gallego Orol que ya se afinca como productor que arriesga su propio dinero. La película, Mujeres sin alma (1934), actuada por Consuelo Moreno (la misma estrella de Sagrario y de otras posteriores cintas ya del todo orolescas) y con un astro ya de absoluto primer crédito: Juan Orol, galán, hombre muy hombre aunque infortunado por las veleidades femeninas. «Ramón Peón, ya por cuenta propia, realizaría Opio (La droga maldita). Sin Orol —opina su biógrafo Eduardo de la Vega—. Pero ¿puede haber otro título más Orol que ése? Ver Opio actualmente, sin duda revelaría los estrechos nexos entre Peón […] y el Juan Orol que aprendió de él, de Ramón Peón, todo lo que en forma y estilo de cine aplicó en su primera gran época de películas solo sentimentales».[5]

Peón, carente de un estilo inconfundible como Orol, no puede juzgarse como un «hacedor de churros». El ínfimo costo de sus películas no era directamente proporcional al de su calidad y aun en sus obras menores —que no fueron excepciones— es apreciable su seguro dominio del lenguaje del cine. Difería del pintoresco Orol y su mirada ingenua e imaginativa a un tiempo, que por su primitivismo no pretendía ocultar en modo alguno su ignorancia de la técnica cinematográfica,

Con la rapidez artesanal y el depurado oficio, le señalan a Peón, sin embargo, la carencia de vuelo artístico en su profusa filmografía, en la cual no deja de advertirse la ausencia de una sensibilidad creadora digna de encomio. Su producción rodada en Cuba no escapó a los consabidos esquemas temáticos y a las características percibidas en los escasos filmes que sobrevivieron ante la inexistencia de una entidad responsabilizada con su preservación. Proliferan chistes y situaciones forzadas, distorsión y edulcoramiento de la realidad, utilización de canciones y de intérpretes de moda, personajes arquetípicos heredados del teatro…

No obstante, es memorable su romántica insistencia y quijotesco empeño en tratar la realización de películas en su patria. «En contraste con la actitud de numerosos artistas y técnicos que fueron emigrados por aquellos años y situándose con carácter permanente en la industria del cine mexicano o en diversas actividades, Peón retornaría a Cuba una y otra vez con todas las posibilidades en contra», escribió el crítico Walfredo Piñera.[6] Todos los esfuerzos de Peón por elevar el nivel cualitativo de la producción cinematográfica cubana se estrellaron estrepitosamente contra la indiferencia de quienes pudieron aportar el capital necesario. En México ocurrió todo lo contrario: brindaron al cineasta toda clase de oportunidades que él supo aprovechar.

Desde siempre, con su búsqueda en el cine del propio cine, no como medio, sino como fin, Peón parece haber suscrito la máxima de Sábato: «nada de lo que se haga sin pasión vale la pena». La pasión desbordada preside toda la obra peoniana. Su primera etapa en Cuba (1920-1930) pudiera definirse como de balbuceos y tanteos, que alcanzan su clímax en La Virgen de la Caridad. Advertimos en este clásico por antonomasia del cine silente iberoamericano, el alto nivel de realización, lo cual permite la comparación con otros títulos producidos por cinematografías desarrolladas en idéntico período.

 

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En la incursión de Peón en Hollywood (1930-1931), la «Babel de los idiomas», si consideramos su perenne obsesión por todo lo relacionado con el séptimo arte, es evidente el ánimo de aprendizaje de la nueva técnica impuesta por el advenimiento del cine sonoro. La intensidad con que vivió este paréntesis en su trayecto, y la heterogeneidad de actividades desarrolladas al trabajar «incansablemente día y noche, estudiándolo todo, investigándolo todo y tratando de adquirir solidez» en sus conocimientos técnicos —como declaró—, incidió en la suposición de que la estancia de Peón en Estados Unidos parezca mucho mayor.

A su primera etapa mexicana (1931-1937) la caracteriza el interés por imponerse en la naciente industria con su febril ritmo de trabajo y su compulsivo deseo de filmar, de haber sido posible, las veinticuatro horas del día, traducido en el total eclecticismo temático y estilístico que se le imputa. Cinco películas en calidad de asistente, una como codirector, tres en las cuales interviene como actor, y su nombre aparece como director en los créditos de dieciocho títulos entre 1933 y 1936. Es el realizador que más películas filmó en este fecundo período del cine mexicano. A juicio del historiador español Emilio García Riera, todos los tópicos del cine mexicano de esta época se encuentran en los filmes de Peón, a quien no puede negársele su pertenencia a la generación de sus fundadores. Es reiterado el criterio de que su personalidad se subordinaba en muchas ocasiones a la de otro, y aceptaba ejercer como director para suplir la falta de conocimientos técnicos del verdadero autor o acreditado como tal.

Ramón Peón no dejó de añadir su granito de arena a algunas de las llamadas mitologías del cine mexicano, definidas por Carlos Monsiváis: el macho sin tacha, Jorge Negrete, ya está esbozado en La madrina del Diablo (1937): «Jactancioso, bien plantado, siempre al borde de entonar un aria ranchera o de arriesgar la existencia para que nadie lo acuse de cobarde»;[7] Sara García, definitiva encarnación de su arquetipo desde No basta ser madre (1937); o Juan Orol, quien contrató a Peón por su gran experiencia y ser todo lo práctico exigido por el presupuesto, como director de Sagrario (1933), y luego de Mujeres sin alma (1934), los dos primeros títulos en la filmografía oroliana. El personaje de la desalmada Olga (Consuelo Moreno), como se apuntara: «Fue un antecedente por demás interesante de las mujeres fatales, ambiciosas y adúlteras al estilo de las futuras María Félix y Gloria Marín».[8] (Continuará)

 

 

Notas:

[1] «Ramón Peón como director»: Cinegráfico, La Habana, septiembre de 1937, p. 12.

[2] Néstor Almendros: Cinemanía, Ed. Seix BarraL, Barcelona, 1992, p. 214.

[3] «Fichero de cineastas nacionales», revista Dicine no. 33, México, D.F., marzo 1990, p. 19.

[4] Ignacio Ramonet: «El cine cubano (1897-1971). Esbozo de su trayectoria». (Tesis inédita).

[5] Citado por Eduardo de la Vega: Juan Orol, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1987, p. 72.

[6] Walfredo Piñera: «Las actividades de producción cinematográfica en Cuba desde 1897 a la etapa sonora». Folleto mimeografiado, Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de La Habana, 1985.

[7] Carlos Monsiváis: «Las mitologías en el cine mexicano», Objeto Visual. Cuadernos investigativos de la Cinemateca Nacional, no. 1, Caracas, enero-abril, 1993, p. 28.

[8] Jorge Guerrero Suárez: Cuadernos de la Cineteca Nacional, tomo 8, Ed. Cineteca Nacional, México, D.F., diciembre de 1978, p. 28.

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