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Ramón Peón: el cine como transfusión sanguínea (II)

11 de febrero de 2021

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Ramón_Peón_García

 

La segunda tentativa de Ramón Peón por hacer cine en su Cuba natal (1938-1941) —que junto a Argentina había devenido el país latinoamericano de mayor porcentaje de asistencia al cine por número de habitantes—, representa su primera oportunidad de demostrar a los hipotéticos inversionistas las posibilidades comerciales de las películas. Sucedió en La Habana (1938), El romance del palmar (1938) y Una aventura peligrosa (1939) contaban con cuanto ingrediente pudiera resultar atractivo para la comunicación inmediata con un público amante de su música y de sus principales compositores e intérpretes muy populares: Rita Montaner, Alicia Rico, Federico Piñero…

Agobiado por las penurias económicas y la insensibilidad de los productores cubanos, Peón retorna a México. En la segunda etapa de su quehacer en ese país (1942-1951), confirma su legendario frenesí laboral, que apenas tiene parangón en el mundo: llega a rodar de seis a ocho películas en 1945 y 1946, con un equipo de colaboradores casi invariable. Asistir a uno de estos rodajes de Peón en tiempo récord debió ser una indescriptible aventura.

Nunca debieron amarse (1951), historia de pasiones y odios que culmina en la venganza y el crimen, fue la película número dieciocho filmada por Ramón Peón como director desde su reintegro al cine mexicano en noviembre de 1942. En este intenso período extendido hasta mediados de 1951, desempeñó, además, funciones de productor ejecutivo en seis títulos: ¡Viva mi desgracia!, de Roberto Rodríguez; Amores de ayer y Escándalo de estrellas, dirigidas por Ismael Rodríguez; El capitán Malacara, de Carlos Orellana; Angelitos negros, de Joselito Rodríguez y El ángel caído, de Juan J. Ortega, filmada en locaciones cubanas. En tres de esos filmes simultaneó su labor como guionista (El ángel caído), actor (Angelitos negros) o coguionista (¡Viva mi desgracia!). Fue asesor o supervisor técnico de los realizadores Joselito Rodríguez en Morenita clara y de Carlos Orellana en Arriba las mujeres, y se limitó solo a la actuación en una película, Cuando lloran los valientes.

Esa arrolladora precipitación, por supuesto que incidió en los resultados artísticos de sus películas. Incuestionablemente, para Peón, el cine respondía a la concepción del arte del poeta Juan Ramón Jiménez, al declarar que «es la primera virtud, la virtud viciosa por excelencia; y como toda virtud y todo vicio —y más que todos, por su primacía—, el gran martirio deleitable».[i]

Ramón Peón no aportaría ninguno de sus títulos emblemáticos a la «época de oro del cine mexicano»; si bien, por su vigor dramático, no pueda restarse méritos a Entre hermanos (1944), uno de sus filmes más ambiciosos. Para esa adaptación de una novela de Federico Gamboa contó con un cotizado Pedro Armendáriz a la cabeza del reparto. El guionista, Mauricio Magdaleno, pese a los reproches a la dirección de Peón, no dejó de poner en boca de sus personajes esas frases ampulosas y grandilocuentes que conspiran contra la credibilidad general en algunas de sus colaboraciones para el Indio Fernández. Quizás esta cinta habría significado un punto de giro en la carrera de Peón, pero no pudo resistir la tentadora propuesta del actor y productor Ramón Pereda, que le contrató para rodar una decena de películas baratas a razón de dos semanas por cada una.

Rita Montaner y Maritza Rosales en “La única” (1952)

Rita Montaner y Maritza Rosales en “La única” (1952)

La tercera y última escaramuza de la batalla de Peón por el cine cubano (1951-1952) está conformada por una trilogía de títulos que logra rodar a duras penas: La renegada (1951), Honor y gloria o La vida de Roberto Ortiz (1952) y La única (1952). Estos tres demoledores y consecutivos fracasos evidencian síntomas de agotamiento y presagian el inminente declive en la carrera del prolífico cineasta. Le siguen otras dos etapas en la cinematografía mexicana (1953-1956 y 1960-1964), separadas apenas por un tan breve como ilusorio y frustrante paréntesis durante el cual Peón quiso poner su vasta experiencia y conocimientos al servicios del naciente Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, pero su propuesta fue rechazada. En un desesperado intento por amoldarse a las nuevas tendencias dentro del cine mexicano en el primer lustro de los años sesenta, Peón no destaca precisamente con sus series de vengadores justicieros sobre El Águila Negra o La Máscara Roja, y mucho menos con Los Amigos Maravilla.

Su doble intervención como asistente del realizador Miguel Contreras Torres, y como actor secundario en El hermano Pedro (1964), estaría destinada a ser lo último en su prolífica trayectoria dentro del cine mexicano, que inició y culminó como asistente de dirección. En las cuatro etapas en que se divide su trabajo en México que, en su conjunto, suman treinta y seis años de intensa labor, su nombre apareció en los créditos de setenta y cuatro largometrajes (cuarenta y seis dirigidos por él) y siete series de episodios.

Resulta imaginable el estado anímico de Ramón Peón, indiscutible pionero del cine cubano y mexicano, cuando transcurría un año alejado de las filmaciones. Tenía que conformaba entonces con las labores como productor ejecutivo, sin dejar de colaborar en diversas publicaciones con sus crónicas sobre cine. Sería como si estuviera aquejado de una aguda anemia por insuficiencia de los «glóbulos negros del celuloide», de los que nunca pudo prescindir. Su presencia en un plató equivalía para él a una transfusión sanguínea. No olvidar que en una entrevista que concediera en 1942, a la pregunta: ¿Desde cuándo soñaba usted con viabilizar la producción cinematográfica?, Ramón Peón respondió sin vacilar. «Desde que me fue posible empezar a soñar».[1]

 

Notas:

[1] Germinal Barral: «Entrevista a Ramón Peón», en Ellos y ellas al micrófono, Imprenta Ninón, La Habana, 1943, p. 20.

[i] Cipriano Rivas Cherif: «Juan Ramón Jiménez, arte y sensibilidad», El País Semanal, Madrid, 12 de abril de 1998, p. 93.

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