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Pelea contra el tiempo

23 de diciembre de 2019

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cirugia-rostroMas de un año permaneció la amiga querida en el extranjero. Nunca perdieron el contacto. Una vez a la semana, reunidas todas, atentas al celular. Le seguían los pasos. Ella narraba pasajes con lujo de detalles. Era muy expresiva y elocuente. Capaz de describir los sabores de las comidas y hacerlas temblar por el recorrido de un funicular a tres mil metros de la tierra. Junto a ella pescaron catarros por la frialdad de aquel clima, lloraron emocionadas ante catedrales góticas, aprendieron a manejar equipos caseros de última tecnología y se asustaron ante aquella taza de baño que respondía por el contacto de la piel.
Todas la querían de corazón. Crecieron juntas y la amistad se afianzó ante alegrías y tristezas. Durante todo ese tiempo, las amigas se encargaron del cuidado de los perros y los pajaritos. Y de mantenerle el apartamento limpio, siempre bajo la vigilancia de alguna de ellas. Cuando aquellos parientes le enviaron la invitación, la embullaron. Se ocuparían de todo, así que partió libre de preocupaciones.
Ya con los pies en la nieve fangosa, dada la comprobada alta posición financiera de aquellos parientes que no escatimaban en complacerla, las invitó a que le pidieran sin pena, lo que necesitaban. Ella se los traería con sumo gusto. En verdad, las amigas la servían en nombre de la larga amistad que las unía desde niñas, pero alegre recibieron la noticia. Y al igual que la cucarachita Martina, se devanaron los sesos para confeccionar las solicitudes. Todas eran sesentonas y a esa edad, los antojos se analizan con cuidado.
A una semana del retorno, una llamada trajo un extraño pedido. Llegaría de improviso. Iría directamente a su apartamento y les pedía que esperaran su aviso. Además de los regalos pedidos, traía otros para ellas. Atuendos elegantes, artículos de belleza personal, perfumes exquisitos. Quería que, todas juntas como en la infancia y la adolescencia, la acompañaran. Asistirían a lugares de esparcimiento. Irían a teatros, clubes, playas. Extrañadas, expectantes, curiosas a más no poder, esperarían el encuentro. Como todo se sabe en un barrio, supieron del arribo y de la carga de maletas que la acompañó. Dos días después, recibieron una corta llamada con la cita.
Esa tarde a la hora señalada, junto a los perros y los pajaritos acudieron al encuentro. La puerta la abrió una dama desconocida. Una mujer de apenas cuarenta años, delgada, de senos protuberantes y un rostro sin arrugas, dientes blancos y perfectos, ojos azules y largo cabello rubio. Hasta los perros se detuvieron temerosos. Ese era el antiguo hogar, pero por el olor, esa no era el ama. Y las amigas entristecieron. Por muchos afeites y ropas elegantes traídas, siempre serían unas viejas al lado de esta anciana transformada y transfigurada en los salones quirúrgicos.
El galletazo de la imagen, les hizo saltar por encima del otro sentido del encuentro. Aquella amiga era la antigua amiga de la infancia. Lo demostraban sus ganas del disfrute junto a ellas y también las maletas roturadas con sus nombres.

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