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Paul Morphy, un prodigio que perdió la partida contra su ego

22 de abril de 2016

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El ajedrez es uno de los deportes con más niños prodigios. Mucho se ha escrito sobre jugadores como Magnus Carlsen y Sergey Karjakin, quienes desde edades muy tempranas asombraron por sus genialidades frente a un tablero y en noviembre de este año disputarán el título mundial; sin embargo, en la historia del llamado juego ciencia no todos los prodigios tuvieron un final feliz y el caso más renombrado es el de Paul Morphy.

Con solo 12 años se había ganado una reputación de pequeño genio y quizás en este niño, nacido en Nueva Orleáns, en 1837, lo que más sobresaliera fuera su capacidad para convertir en victorias pequeñas ventajas posicionales. Aquellos eran los tiempos del ajedrez romántico, de grandes combinaciones, ataques abiertos, entregas de piezas. Entonces, el juego de Morphy desconcertaba.

Su gran triunfo sobre el húngaro Johann Lowenthal lo lanzó a la fama. Tenía 13 años y su rival casi le triplicaba la edad, además de ser muy famoso en Europa; sin embargo, Morphy jugó sin miedo y convenció a todos. A partir de ese momento comenzó un rápido crecimiento en su nivel ajedrecístico y no hubo un contrario que se le resistiera.

En 1857, ya graduado de abogado, Morphy intervino en el primer torneo norteamericano, el cual fue organizado en Nueva York. Sus éxitos allí fueron aplastantes y lo convirtieron en campeón nacional estadounidense. Incluso, venció al que parecía el favorito del evento: Louis Paulsen, un hombre que realizó valiosos aportes a la teoría y en la actualidad una variante de la muy popular Defensa Siciliana lleva su nombre.

Morphy lucía imparable. Marchó a Europa y allí continuó con su cadena de triunfos. Disputó varios matches y no perdió ni uno solo frente a los maestros más renombrados de la época. Lowenthal, Owen y Harwitz cayeron ante el ingenio del joven estadounidense y tal vez lo más sorprendente fuera que Morphy ofreció grandes sesiones de partidas simultáneas, en las que siempre otorgó ventaja material a sus oponentes (por lo general jugaba con un caballo de menos).

Solo le faltaba derrotar a las dos figuras más prominentes: el inglés Howard Stauton y el alemán Adolph Anderssen. Por diversas razones, en especial las económicas, el esperado duelo contra Stauton nunca se celebró; pero Anderssen sí aceptó el reto y Morphy ganó el match por un convincente marcador de 7 puntos a 2.

El éxito consolidó al norteamericano como “el mejor jugador del mundo”. Durante la segunda mitad del siglo XIX varios hombres se autoproclamaron “monarcas universales”; aunque no fue hasta 1886 que finalmente se reconoció al primer campeón oficial, el austriaco Wilhem Steinitz.

Morphy se creía el rey indiscutible y después de vencer a Anderssen declaró que todos sus rivales eran muy inferiores y, por tanto, no volvería a enfrentarse a ninguno de ellos sin ofrecerles un peón de ventaja.

Las altivas palabras del joven de 21 años molestaron a la comunidad ajedrecística europea. Aquel era un período en el que no se efectuaban muchos torneos y Morphy solo intervino en uno, el de 1857. El método más usual era el de los matches y como a los europeos no les interesaba chocar contra el engreído genio, este no tuvo más remedio que regresar a Estados Unidos.

Antes del regreso a su país natal, confirmó su excelente nivel al aplastar por 7 a 0 al inglés Alfonsus Mondradien, en un duelo efectuado en París, en 1859. Ningún otro hombre aceptó las condiciones de Morphy. Su ego lo llevó a rechazar las invitaciones a eventos y también desestimó un posible match revancha frente a Paulsen.

El genio estuvo en Cuba en dos ocasiones. La primera de ellas ocurrió en octubre de 1862. Morphy quiso ir a París en la búsqueda de nuevos contrarios y en la travesía su barco hizo estancia en La Habana. Aquí chocó contra varios jugadores cubanos y obtuvo excelentes resultados.

Su reencuentro con la Isla fue en 1864. Ahora retornaba de París, donde solo pudo celebrar partidas informales y exhibiciones de simultáneas. Nadie parecía tomarlo en serio. El barco francés en el que viajaba, con destino a Nueva Orleáns, llegó al puerto de Santiago de Cuba, en febrero, y Morphy se trasladó hasta La Habana.

En la capital cubana jugó dos matches, frente a Félix Sicré –reconocido como el primer campeón cubano– y Celso Golmayo; además, Morphy efectuó varias partidas a la ciega, una modalidad en la que fue un experto.

No hubo más noticias de Morphy, al menos relacionadas con el ajedrez. Intentó continuar con su carrera de abogado; pero sin éxito. Sus desvaríos mentales aumentaron y el genio perdió contacto con la realidad. Nunca más volvió a hablar del juego ciencia. Murió en Nueva Orleáns, en 1884, a los 47 años.

El legado de Morphy llega hasta la actualidad por diversos motivos. Estuvo activo por muy poco tiempo –menos de una década–; sin embargo, jugó partidas brillantes y se le reconoce como uno de los primeros ajedrecistas que le otorgó prioridad al desarrollo de las piezas en las aperturas, una característica básica del ajedrez moderno; también su figura es recordada como uno de los ejemplos más evidentes de cómo un prodigio puede perder el camino cuando el ego supera al talento.

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