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Palabra del Cimarrón (II)

26 de febrero de 2016

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Griot africano

Griot africano

Los “ensayos-performance que utilizan los códigos de la oralidad”, descargas los llama Rogelio Martínez Furé, nacieron para ser “oídos y no para ser leídos”, sin embargo han terminado habitando, a saber, tres libros: Briznas de la Memoria (Letras Cubanas, 2004), Eshu (Oriki a mi mismo) y otras descargas (Letras Cubanas, 2007) y Cimarrón de Palabras (Letras Cubanas, 2011). Entran ellas en el reino de la Escritura, mayestática, infalible, casi divina.
El autor cree reconocer “en la mayoría de los coloquios, congresos o talleres… una singular paradoja: la ausencia de los modos y medios expresivos de la oralidad, que queda sepultada bajo incontables ponencias escritas”, y es que todos los que investigamos o cultivamos alguna de las Artes de la Palabra hablada, dígase narradores orales y cuenteros populares, poetas repentistas, conversadores, oradores sagrados o tribunos políticos, conferencistas, maestros, profesores, periodistas, comunicadores o propagandistas, vivimos hoy en sociedades que han llegado a ver la escritura como fetiche, como bien estudia y enuncia Martin Lienhard, aunque ella solo sea un instrumento más, útil y necesario, como cualquier herramienta o tecnología. Más no podemos prescindir de ella tanto para la Memoria como para el Olvido.

Permítaseme una digresión. Toda descarga es caótica por naturaleza, en tanto expresión oral, más su caos “tiene sentido, entendimiento y razón” lo que mismo que el cantar para el polo margariteño. La egolatría de algunos intelectuales letrados –más el hecho de que la palabra escrita sea un objeto palpable, tenga cuerpo, estructura física– convierte a la Escritura en reservorio exclusivo de todas las garantías de la permanencia, en objeto eterno, cuando no en un “sujeto” que al salir de las máquinas posee definitivamente las marcas genéticas que le permitirán sobrevivir a su autor o ser independiente de él, representación de un determinado orden. Es decir, para algunos el libro, el periódico, la publicación permite que el texto se independice de su autor pero a la vez, como en un trueque, dote a este de una cierta cuota de inmortalidad proveniente del hecho de haber pasado la prueba del salto del manuscrito (perecedero y virtual) a la letra impresa (eterna y real), que posee en si misma toda esa dotación de atemporalidad. Vano y perverso espejismo. La “eternidad del texto” cada día es más probable que termine sucumbiendo bajo el peso de las toneladas de papel que cada día emergen de las imprentas y rotativas del planeta y nunca llegarán a ser leídas sino que terminarán intocadas en las recicladoras o en los vertederos de las grandes ciudades.
Cada vez se tienen menores garantías de que un libro podrá ser realmente leído, atendido, no digo ya aprehendido. Este es un proceso más abrumador y palpable que el que ocurre en las manifestaciones orales, pero que sin embargo guarda una estrecha relación con los mecanismos de selección, conservación, memoria y olvido de la oralidad, porque ciertamente una de las cualidades más destacables de ella es su capacidad de selección. Los pueblos ágrafos o preferiblemente orales también tienen esos mecanismos, algunos con la sutileza que entraña cambiar apenas un nombre, un paisaje, eliminar un ancestro, o torcer el rumbo de una historia para favorecer a los intereses comunitarios, en el mejor de los casos, porque hasta se pueden hacer desaparecer tramos enteros de las genealogías o de los memoriales con tal de legitimar el orden vigente o al más fuerte. Si en la escritura la cantidad interviene como desencadenante de la memoria y del olvido, en la oralidad la necesidad y la utilidad, el bien común.

 

El escriba sentado (Louvre)

El escriba sentado (Louvre)

En las fronteras entre la Oralidad y la Escritura está tomando forma definitiva otro sistema simbólico de expresión, un nuevo modo de producción del lenguaje, la escritoralidad, que habría que estudiarlo en relación directa con la historia de las tecnologías del lenguaje que van desde la aparición del alfabeto, pasando por la revolución gutembertiana, hasta llegar a la actual globalización digital, y que se da hoy de manera más evidente en el campo de la Narración Oral, en el de la Literatura, y en el audiovisual pero que, seguramente antes, y sin que nos diéramos suficiente cuenta, ya se había manifestado en el habla cotidiana, generado por la alfabetización cada vez más extendida y el enfrentamiento diario de la mayoría de las gentes con los medios de comunicación masiva en los que se da una suerte de “ficción oral” u “oralidad secundaria” como la llama Walter Ong, que es un juego de apariencias, en el que un discurso escrito es emitido a viva voz, conjugando lenguajes verbales y extraverbales, además de ritmo y cadencia, que son típicos de lo oral, pero que en este caso la relación emisor-texto-receptor y la no presencia física de las partes no corresponde con la que se da en la Oralidad sino con la que se da en la Escritura, y también interviene aquí el contacto con el universo audiovisual que soporta a la música, la publicidad, la gráfica y las nuevas tecnologías digitales de la información que las conjugan.
“El discurso retórico ideal de nuestra época posee ingredientes que proceden de la oralidad secundaria (es comunitario, participativo, orientado a lo psicológico-social, sencillo en su sintaxis) y rasgos que dependen de la naturaleza misma de los medios electrónicos de difusión (es breve, sincrético y multimediático)” (López Eire, 2001). Ese discurso es la Escritoralidad, un sistema sincrético, hipertextual, generado por la profunda contaminación urbana a la que han ido a parar también, como en un enorme y poderoso mercado, los productos de la oralidad primaria, o lo que va quedando del mundo ágrafo, además de la escritura, los nuevos sistemas audiovisuales y las tecnologías de la información, mixturados en la pólis moderna.

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