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Muchacha en el espejo

6 de mayo de 2023

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istockphoto-157427314-612x612Estaba hipnotizada ante esta especie de juez de todas las mujeres y más cuando andan por la segunda decena de la vida. Se daba vueltas. Se analizaba completa. Por delante, por detrás. Era jueza rigurosa. Emitió el juicio final. Senos pequeños, demasiado pequeños. Caderas abultadas sin exageración. Piernas torneadas, quizás lo mejor de ella. Pasó al rostro. Los ojos de un carmelita sucio. Labios gorditos, llamaban la atención en su piel tan blanca que ni el sol de agosto la oscurecía. La nariz, ni corta ni larga. Un pelo castaño con ondas suaves, pero el pelo es lo menos importante. En la peluquería se cambia cuando se quiera. Un suspiro demostró su insatisfacción. Y una risa conocida descubrió que alguien la observaba. Era el abuelo.
Todavía era capaz de ruborizarse y en ese instante el anciano la encontró más bella que las imágenes de princesas de cuentos de hadas. Se calló la admiración y con su voz moldeada a su antojo por la antigua profesión, prefirió la broma. Una broma, una que la nieta captaría en toda la intención. ¿Te vas a ofrecer en una venta de garage?
La sorprendida no emitió respuesta. La rozó la crítica encubierta. A ese abuelo sabio no por viejo sino por inteligente, era difícil ganarle la partida. Se iría por su punto débil. Era la única hembra entre cuatro nietos. Puso voz de niña consentida y gimió un “Tienes una nieta fea, muy fea”.
Cuando ayudaba a la madre en la limpieza, comprobaba el orden mantenido. El aludido trató de enderezar la encorvada espalda y le tendió el brazo a la adolescente con la invitación de que lo acompañara a su dormitorio. Con una sonrisa de puente de paz, la adolescente aceptó. Aquel dormitorio, visitado a diario mientras vivía la abuela, apenas se abría a la familia entera. Todo ordenado. Solo faltaban las flores en el bucarito colocado en el escritorio. Mientras observaba, ya el abuelo venía con aquel sobre abultado conocido por ella. Eran las fotos tiradas por él y tantas veces vistas. Extrañada observó como las colocaba en un orden creado por él. La invitó a que las observara en ese orden y le dijera lo que veía. No era un juego de sus tiempos de la infancia, pero no preguntó. Y narró.
Miró al abuelo. Medía las palabras. No se equivocó. Esta era la abuela de los dieciocho, cuando se conocieron en aquel juego de baloncesto del preuniversitario. Estaba en un grupo, pero destacaba ella o sus ojos de nieta la embellecían. En la segunda de la fila conformada por el abuelo, ella con una trusa entera, esas feas trufas en que de arriba solo se adivinaba, y los muslos y piernas torneadas era lo más sexual mostrado. Y ese pelo largo más crespo que el de ella que sí tenía su madre. Sonrió, aquí la abuela con ese gordito que después sería su padre y esa señora ya de pelo corto lucía unas libritas que le quedaban todavía bien. La fila de fotos continuaba. Vio a la abuela ya en una trusa de dos piezas y con más libras. Ya no aceptable. Las otras fotos eran de cumpleaños de ella y sus hermanos. Las libras le aumentaban y cada vez se pelaba más corto. Se distanciaban las tomas. En la última, ya era una viejita de canas pintadas. Estaba junto al abuelo. Después no quiso retratarse más.
Miró al anciano. Siempre sabía tocar primero a su corazón. Vendría después el dulce regaño. No se equivocó. Le habló de que la belleza de la juventud era pasajera, que no la convirtiera en lo esencial de la vida. Mientras hablaba, esta nieta contemplaba su calva, el sonido de su voz enturbiado por los dientes postizos, los silencios en busca de la palabra perdida por encontrar. La envolvió la ternura y solo supo abrazarlo fuerte, muy fuerte. Él acarició su pelo no tan bello como el de la abuela. Y supo también que ella haría todo lo posible para ser esa noche la más bella de la fiesta.

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