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Mirada al cine de los soñadores

18 de octubre de 2021

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Ramón Peón, pionero del cine cubano, incapaz de soportar la paralización de toda actividad cinematográfica, sucumbe a la tentación de marchar a Hollywood, incitado por el peruano Richard Harlan, con quien trabajara en La Habana en las producciones de la efímera Pan American Pictures Corporation. Transcurre un período muy importante en el cine norteamericano porque era el lapso de transición del cine silente al sonoro en el que el desconcierto imperaba en las compañías productoras. Después que Al Jolson pronunció aquella primera célebre frase en El cantante de jazz (1927), de Alan Crosland, sobrevino la abrupta apertura de un mercado enorme e insaciable que abastecer. Con el advenimiento del sonido y la existencia de un público con alto índice de analfabetismo, ante todo en Latinoamérica, se impuso la necesidad de una producción urgente lo cual originó la etapa del cine hispanoparlante en Hollywood. Consistió en que los argumentos de películas estadounidenses de determinado éxito eran filmados con numerosos actores que emigraban desde España, de México, de Chile, de Cuba, junto a técnicos y autores muy importantes como Enrique Jardiel Poncela. La emigración creciente posibilitó estas dobles versiones que eran muy hibridas y se realizaron muchas que eran copias fidedignas.

Un ejemplo ilustrativo es el Drácula (1931) que George Melford, rodó simultáneamente, de noche y en los mismos sets, con la versión norteamericana de la adaptación teatral sobre la novela de Bram Stoker que Tod Browning (1882-1962) convirtiera en este, su primer filme sonoro, en un clásico pionero en su género. El reparto multinacional del Drácula hispanoparlante es ilustrativo de los nombres que nutrían las nóminas en aquella «Babel de los idiomas», fuente de trabajo para tantos artistas y técnicos de Latinoamérica y Europa en esta desesperada época. El cordobés Carlos Villarías (1892-1976) era el remedo del vampiro transilvano, que provocaba más conmiseración que pavor. El madrileño Pablo Álvarez Rubio (1896-1983), personificó a Renfield, mientras que el mexicano Eduardo Arozamena (1877-1951) asumió los rasgos del profesor Van Helsing, quien debe ejecutar el remedio propuesto en la leyenda. El porteño Barry Norton (1905-1956), compañero de nuestro Ramón Peón en el reparto de El código penal —otra de esas adaptaciones— era Harper, el prometido de la víctima, vestida más provocativamente que en el original en inglés. La actriz oaxaqueña Lupita Tovar, que incursionaba en Hollywood en varias películas, fue seleccionada para caracterizarla. Una copia fue descubierta en los archivos de la Cinemateca de Cuba cuando ya todos la daban por perdida, incluso en los archivos de Estados Unidos.

Existen quienes consideran esta versión superior en muchos aspectos a la que consagrara al actor húngaro Bela Lugosi (1882-1956), incluso en su atmósfera de misterio, tal vez por algún influjo extraordinario ejercido por la luz de la luna. Es difundido el error de atribuir la dirección de fotografía de ambas adaptaciones fílmicas de Drácula al alemán Karl Freund (1890-1969), pero el haber sido filmadas a la vez, torna esto imposible por cuanto la misma persona no podía aceptar trabajar en ambos turnos.[1] Los diálogos en español fueron escritos por el asturiano Baltasar Fernández Cué (1878-1966).

En este fructífero paréntesis hollywoodense se gesta una pasión desmedida de Ramón Peón por aprender toda la técnica del cine sonoro y tiene la suerte de conocer a una persona que estaba allí, el actor español Antonio Moreno, que desempeñaría un decisivo papel en su futuro inmediato. Deseoso, en pleno declive de su carrera interpretativa, por situarse detrás de las cámaras, al trasladarse a México, donde las circunstancias son favorables para este proyecto, Moreno llama al entusiasta Peón. De este modo el cubano aparece en el equipo de realización de la segunda película sonora mexicana, Santa (1932), la primera en que se grabaron directamente los diálogos, dirigida por Antonio Moreno sobre el folletín de Federico Gamboa con la Lupita Tovar de Drácula. Jorge Peón, su hijo, interviene en uno de los papeles secundarios.

A partir de aquí Peón se convierte en uno de los pioneros del cine mexicano que escalan posiciones en distintas esferas técnicas. La llorona (1933), es su primera película como director absoluto en tierra azteca.  Poco después entra en contacto en estos años iniciáticos con un personaje singular, el gallego Juan Orol (1897-1988), quien había sido pitcher de béisbol en La Habana, actor, torero, aviador, corredor automovilístico… en fin, de todo un poco para sobrevivir. El empecinado Orol ostentaba el puesto de gerente de la Aspa Films, una empresa cinematográfica que había fundado y, de inmediato, contrató a Peón, cuya destreza, rapidez y habilidad, estaban en boca de sus colegas, para filmar su primera producción: Sagrario.

De su repercusión en taquilla dependía el futuro de la compañía y para velar por sus intereses durante el rodaje, el propio Orol se reservó el papel del socio y amigo del protagonista.  Incidentalmente, Orol conoció a otro cubano recién llegado a México, por su interés en aprender la técnica del cine, Mario González, a quien encargó la mecanografía de varias copias del guion de Sagrario. En poco tiempo, este hombre sería uno de los editores más solicitados en la Edad de Oro del cine mexicano y el montador del primer largometraje que Orol filmaría en Cuba: Siboney (1938).

MARIO GONZÁLEZ

Mario González (1908-1998), aunque nacido en Cuba, fue uno de los editores más prestigiosos de la Época de Oro del cine mexicano, en la cual editó más de cincuenta títulos, dirigidos, entre otros, por Juan Bustillo Oro, Fernando de Fuentes, Chano Urueta, Julio Bracho o Tito Davison. Incluye en su filmografía: Sandra, la mujer de fuego (1952), de Juan Orol; Más fuerte que el amor (1953), de Tulio Demicheli y, ya dentro del ICAIC, de los primeros cuatro largometrajes realizados por Tomás Gutiérrez Alea: Historias de la Revolución (1959), junto a Carlos Menéndez; Las doce sillas (1962); Cumbite (1964) y La muerte de un burócrata (1966), entre otros importantes títulos. Obtuvo el premio Ariel de la Academia mexicana por  Medianoche (1949), de Tito Davison.

La filmografía oroliana está vinculada inicialmente a la trayectoria de Peón. El muy activo cineasta cubano nunca dejó de ejercer el periodismo y la crítica cinematográfica en diarios y revistas de México y Cuba. En esas reseñas y reportajes siempre se advierte el afán de venir a Cuba a hacer cine, aunque llegó a tener cierto éxito dentro de la comunidad latina en Hollywood, era consciente de que se trataba de un paréntesis de aprendizaje como tránsito hacia México.

Durante todo este tiempo, en Cuba, el emprendedor «Mussie» del Barrio, acompañado por Ernesto Caparrós y Max Tosquella tratan de, en medio de una situación económica nada favorable, de dar los primeros pasos hacia el cine sonoro. Tosquella dirige el cortometraje Maracas y bongó (1932), en el que por primera vez escuchamos cantar en la pantalla la canción clásica “Lágrimas negras”, de Miguel Matamoros, en la voz de Fernando Collazo, un trovador de San Antonio de los Baños. La fiesta de cumpleaños de una viejita en un solar es un pretexto para unir una serie de situaciones y, sobre todo, de números musicales. Maracas y bongó, con fotografía y decorados de Caparrós, representa el primer corto sonoro del cine cubano. La producción estuvo a cargo de Mussie del Barrio, quien después se casó con Helen Costello, famosa actriz del cine silente norteamericano.

Años más tarde, Caparrós asiste a un show en el cabaret Eden Concert, situado detrás del Hotel Plaza y decide filmarlo. Tam Tam o el origen de la rumba (1937) marca el inicio de la filmografía de Caparrós como realizador. Desde entonces se vincula técnica y profesionalmente a una serie de personas a quienes que compartían el ánimo por hacer cine cubano.

Un hecho singular ocurre por esta fecha en nuestro país: el estallido de lo que poco después se convertiría en un fenómeno casi mítico, la transmisión  de La serpiente roja, serie radial escrita por el santiaguero Félix B. Caignet (1892-1976), que conmocionó a todos. Aunque no se revelaba el nombre del actor protagónico, Aníbal de Mar, cierto día en el Paseo del Prado, Caparrós se encontró con él.  Caparrós había sido pintor de decorados en una compañía de teatro en la cual actuaba Aníbal de Mar, quien le confesó ser Chan Li Po, el famoso e infalible detective chino provocador de la paralización de todas las actividades durante la transmisión de los episodios. Los dueños y los empresarios de los cines tuvieron que ajustar la programación y situar bocinas en las salas para transmitir los episodios con el fin de garantizar la presencia del público.

Caparrós intuye allí un filón comercial; si la gente estaba electrizada con aquello en la radio qué mejor que la imagen para atraerla y decide realizar una versión cinematográfica de La serpiente roja con medios sonoros muy rudimentarios y equipos insuficientes. Se filmó en locaciones que están hoy en la zona de la Ciudad Escolar y que fuera el Cuartel Columbia después. De ese modo, Ernesto Caparrós dirige el primer largometraje sonoro en la historia del cine cubano: La serpiente roja, estrenado el 19 de julio de 1937 en los teatros Payret y Radiocine, con Aníbal de Mar y la actriz Pituka de Foronda, hija de la novelista española Mercedes Pinto, autora de Él, que filmaría Luis Buñuel, y madre de dos actores que también estarían vinculados al cine cubano: Gustavo y Rubén Rojo dos galanes de la época.

Al recibir la noticia de que la conjunción de una serie de capitales interesados en el cine había logrado fundar la compañía Películas Cubanas, S.A. —más conocida por la famosa sigla PECUSA—, Ramón Peón regresa por fin a su ciudad natal. Contaba en la primera etapa de su filmografía mexicana (1931-1937) con diecinueve películas, cuatro de ellas en codirección.  Su reaparición en el ámbito nacional fue Sucedió en La Habana (1938), uno de los tantos títulos irremediablemente desaparecidos de la producción fílmica prerrevolucionaria. Era su primera oportunidad de demostrar a los hipotéticos inversionistas las posibilidades comerciales del cine. A continuación rueda El romance del palmar, también con el protagonismo de la inigualable Rita Montaner y todo un nutrido repertorio de canciones. Las dos contaban con cuanto ingrediente pudiera resultar atractivo para la comunicación inmediata con un público amante de su música y de sus principales compositores e intérpretes. La desastrosa comedia Una aventura peligrosa (1939), solo recordada por señalar la primera aparición ante las cámaras de Rosita Fornés, puso punto final a esta primera incursión de Peón en el cine sonoro cubano.

 

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Pese a una serie de pasos para crear una «industria» de cine cubano, a esta no puede suprimírsele las comillas porque nunca los cineastas consiguieron nada efectivo, por más manifiestos que escribieran y gestiones que realizaran en audiencias solicitadas ante cada presidente. Era algo cíclico que luego del nombramiento de un nuevo mandatario se integrara una delegación de cineastas, dirigieran un alegato generalmente publicado por la revista Cinema, fueran recibidos en el Palacio Presidencial y les dieran esperanzas de que el Estado estaba interesado en invertir capital en el cine, que se iba a aportar dinero y después… nada sucedía. Salvo un próximo presidente portador de promesas similares de otorgar apoyo estatal al cine, que no trascendió las intenciones. Si en algún momento esta industria estuvo a punto de despegar fue como resultado de la formación de pequeñas compañías, que producían casi siempre una sola película y hasta dos, para desaparecer inmediatamente por cuanto el cine es un arte pero, al mismo tiempo, es una voraz industria que no lograba la rentabilidad.

Durante esta etapa se realiza una serie de películas demasiado marcadas por la poderosa influencia del teatro vernáculo cubano. Algunos libretistas del afamado teatro Alhambra como Agustín Rodríguez o Federico Villoch, el «Lope de Vega de la calle Consulado» como le decían por su fecundidad, fueron llamados para escribir estos argumentos. Y se limitaban a repetir en el cine idéntica estructura a la de los sainetes sobre las tablas, el esquema de una probada eficacia comunicativa con los espectadores. No pocas ocasiones, incluso los mismos intérpretes del Alhambra y del teatro Martí reproducían en la pantalla los chistes, las situaciones humorísticas y hasta las «morcillas» por las que tanto les aplaudían. (Continuará)

 

[1] Juan B. Inc., Robert G. Dickson: Cita en Hollywood, antología de las películas norteamericanas habladas en español, Ediciones Mensajero, Bilbao, 1990, p. 148.

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