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Mimí Barthelemy en el reino de sus loas

17 de mayo de 2013

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Mimí Barthelemy

El Gallo canta. La luz y la sombra se confunden. Ha muerto Mimí Barthelemy. En creole se escuchan los lamentos. La Tierra tiembla.  Una mujer atraviesa las montañas y toca recio las puertas del cielo. Ha muerto Mimí Barthelemy. Ercilí se asoma. Las cosas se visten de azul. Un rayo cruza el cielo del Mar Caribe y su voz gruesa lo detiene todo, apenas por un momento los hombres y las cosas han dejado de moverse. Ha muerto Mimí Barthelemy. ¡Honor y Respeto! Señores, señoras, la sociedad. La voz haitiana gime, como si no fueran suficientes el terror, el hambre y las furias, ahora llega el silencio. Los cuentos, ¿quién repetirá las historias?, ¿quién cómo ella?.
Tenía noticias de la cuentera franco-haitiana. La curiosidad me arrastraba tras sus pasos. Una amiga común me llevó hasta ella, pero 1997 no era aún nuestro año. Por mucho que hice florituras y carantoñas terminamos no entendiéndonos. Al principio pensé que su español y mi impaciencia habían apresurado los ritmos, después, con un poco más de cicatrices y gozos, aprendí que hay que esperar y que se puede escribir recto en renglones torcidos.
Mayara Navarro cumplía cincuenta años en compañía de las historias dichas de viva voz y quisimos celebrar una fiesta de Dueños de la Palabra. Como siempre sucede, enorme era el deseo, pero escasa la bolsa. Allí vino a nuestro encuentro Coralia Rodríguez, generosidad en ristre. Era abril y 2012. Los astros en fila entonaban canciones de cuna. La cubana se hizo acompañar de Hassane Kouyaté y de Mimí. Él había estado en La Habana dos años antes para el Festival Afropalabra. Ella por primera vez llegaba a la Isla y traía el dolor y la alegría en un mismo saco. Había muerto su marido cubano, guantanamero, y creía que las palabras se le atropellarían en el alma.
La imaginaba alta y de pronto estaba delante de unos ojos enormes que ardían en cuerpo pequeño. Se hizo el milagro. El aeropuerto dejó de ser un bazar de mercancías extremas, como suele ser en cualquier lugar del mundo, y se tornó recinto silencioso donde las potencias y los fulgores estallaban. Fue el carnaval, la fiesta. Enseguida empezamos a hablar de nuestras vidas, poniéndolas en orden, mostrándolas, para que el otro entrara, para que no hubiera un rincón desconocido, para que no se perdieran detalles. Me habló de su padre médico, de sus orígenes, del largo camino que hay que recorrer para llegar hasta las ínsulas extrañas, y de las cosas cotidianas como los sabores, los olores, los detalles.
Fueron días de ritmo acelerado. Y de pronto todo el brillo se vino abajo. Por el mismo lugar que entraron los viajeros, se fueron. Más nosotros no éramos los mismos. No podíamos serlo. La Barthelemy tenía la Madre de la Palabra, y al contacto con esa fuente, primigenia y densa, las cosas no pueden ser ya más lo que son o lo que creíamos que eran.
Hicimos proyectos para volver a traducir su epopeya El Fulgurante y un libro de cuentos haitianos, yo publicaría un texto largo sobre su presencia en Cuba y aún tengo pendiente transcribir las casi tres horas de conversación grabadas en Habana Radio. Más un año después, en medio del montaje de La Extranjera, obra de Caya Makhelé, que dirige en Cuba Hassane Kouyaté, nos sorprende la noticia de que ha muerto en París; sin aguacero, y no un jueves. Sencillamente se fue, la de voz dura, la mujer que podía conmover y remover, se ha ido, con la misma sencillez con la que apareció bajo el cielo habanero.
Mimí Barthelemy se despide para luego inclinarse mirando hacia esta parte del planeta, y grita ¡Crick!, esperando por nosotros, por el sonoro ¡Crack! con el saludaremos su vida. Hora es de gritar. ¡Hagámoslo!

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