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Miguel Rodríguez Ferrer

4 de octubre de 2013

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En 1876 y 1887 se publica en España, en dos tomos, una obra titulada “Naturaleza y Civilizaciones de la Grandiosa Isla de Cuba”. En la primera fecha sale el volumen subtitulado “Naturaleza”; en la segunda, “Civilizaciones”. El autor de este compendio de significativa importancia para el conocimiento más integral de la Isla fue el sevillano Miguel Rodríguez Ferrer.
Aunque un poco olvidado para el lector no especializado, Rodríguez Ferrer es un antropólogo a quien los cubanos tienen en gran estima. Hombre de mucho andar, se trasladó hasta el extremo oriental, recorrió los lugares más intrincados —ríos, boscajes, cuevas, asentamientos abandonados—, descubrió huellas de los habitantes autóctonos del archipiélago y dio a conocer los resultados de sus hallazgos a la comunidad científica nacional e internacional.
Nació en Lebrija en 1815 y estudió en la Universidad de Sevilla, hasta conseguir los títulos de bachiller en Filosofía, en 1832, y de Bachiller en Leyes, cuatro años después. Sus intereses humanísticos abarcaron la geografía, la lingüística, la pintura rupestre, la antropología, las ciencias naturales…
Encomendado por el gobierno de su país para reunir información con destino a un diccionario geográfico, Rodríguez Ferrer llegó a Cuba en 1846; en la Isla encontró el apoyo del movimiento científico nucleado en torno al sabio naturalista Felipe Poey y del intelectual Antonio Bachiller y Morales.
El cúmulo de informaciones que acopió en sus incursiones por las provincias orientales fue mucho más allá de lo esperado: aportó datos de carácter geológico, geográfico, meteorológico, antropológico, arqueológico, paleontológico y contribuyó a ampliar el conocimiento que sobre los pobladores autóctonos y su modo de vida se tenía. Todo ello fue tema de los dos volúmenes citados.
Sus recorridos lo llevaron a encontrar dos piezas de gran valor, las denominadas Ídolo de Bayamo y Hacha de la Cueva de Ponce. Puede argumentarse que sus conclusiones no siempre han prevalecido, superadas por ulteriores apreciaciones, pero sí revelan la acuciosidad con que asumió su empeño y el impulso que dio a estos estudios.
La estancia en Cuba de Rodríguez Ferrer se extendió por una década, durante la cual se estableció como propietario y se compenetró con la sociedad científica y cultural de mediados del siglo XIX. Murió en 1889.

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