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Mi Obispo

11 de noviembre de 2014

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Calle-Obispo-No-260-esquina-Aguiar-Antigua-Droguería-JohnsonMás que decirlo, la anciana lo gimió. “Mi Obispo, quiero ir a mi Obispo”. Alrededor de la cama, los nietos supusieron lo peor. Ya alucina. En el hospital pidió la verdad a los especialistas con la misma entereza que guió su independencia ante tantos prejuicios acumulados. No pidió, exigió una muerte digna, libre de pruebas ensayadas de última hora. En la casa, la atendería aquel médico también jubilado, el que de madrugada corría cuando sus hijos enfermaban. Lo llamaron.
Y aquel médico de bastón y espalda encorvada, tal vez por permanecer inclinado ante los dolientes, aclaró con la experiencia de despedir a tanto muerto tranquilo con el inevitable final, “no alucina, sueña”.
A la anciana se le pronunciaban los rasgos con esa palidez amarillenta de las despedidas últimas, mientras en la voz le renacían matices infantiles. “El marinerito, el marinerito de Obispo patea la vidriera. Marinerito de tierra no vayas a romper el cristal. Lastimarías a las muñecas de rostros pintados a mano y sus vestidos de seda y encajes. Al tren de cuerda no lo dañarían los cristales, pero si a las estaciones de cartón y los soldaditos de plomo escaparían y se perderían en la calle y Hemigway con su pataza grande los incrustaría en la acera. Se que estás bravo, marinerito de ciudad. Ya los niños te abandonamos y pedimos que nos lleven a la tienda de mas arriba. Porque allí la guerra de cañones de verdad, nos trajo cañones de plástico, muñecas de caras lavables de plástico, cubitos para la playa de plástico. Y ya los varones no piden disfraces de marineritos de blanco con pañuelos azules al cuello. Quieren ser el Superman de los muñequitos y nosotras las Blanca Nieves de la película”.
A los jóvenes, aquella palabrería los asustaba. Asombrados contemplaban la placidez en el rostro del anciano profesional. Bajaba la voz de la anciana, se entrecortaban los sonidos, la respiración. El tomó la mano a la antigua vecina, la que arribó juvenil al reparto cuando el era un recién graduado, para leer su pulso. Ella ante los primeros síntomas de la grave dolencia, confió primero en su ojo clínico antes de someterse al aparataje de última generación.
El tradujo los últimos sueños de la moribunda a los nietos sin abandonarle la mano. “Ella pasea por Obispo, la calle Obispo de la Habana Vieja, la  de su niñez. La de la juguetería “La Sección X” con su muñeco marinero que golpeaba la vidriera, la que estrenaba los juguetes de plástico en el Ten Cent terminada la Segunda Guerra Mundial, la que caminaba Hemingway de arriba abajo”.
El anciano depositó suavemente la mano como si ella todavía la sintiera. Le cerró los ojos y le sonrió a los entristecidos nietos.
“Ojalá que ustedes puedan morir recorriendo los sueños de la infancia”.

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