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Mensajes de texto

26 de abril de 2013

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Dos mensajes de texto de igual contenido. Venidos de puntos diferentes de la geografía. Procedentes de un adulto y un adolescente. Y los dos hilvanaron las mismas palabras. No porque los unieran  genéticamente ser  padre e hijo. Si no porque el idioma en manos de estas tecnologías, endemoniaba el poder comunicativo. Así razonaba este adulto mayor al recibir primero, el saludo del hijo proveniente de una nación distante. El del nieto entró después y llegaba de una provincia cercana. “Estoy bien”, dijeron.
Y lo dejaron sumergido en numerosas suposiciones porque el vocablo “bien” goza de largas aserciones recogidas por la Real Academia de la Lengua y de otras muchas, nacidas por las circunstancias y sentimientos de quien lo envía y quien lo recibe.
Las edades de ambos emisores les cerraban el paso a la comprensión. El receptor era un setentón que por lo menos, manejaba bien el móvil. Al principio, lo miró con recelo y lo clasificaba en gasto inútil. Ante el razonamiento de que en caso de un malestar o malhadado accidente en la calle, sería la vía rápida para el aviso a los familiares, lo aceptó aunque tenerlo en el cuerpo bajo esas posibilidades fúnebres, lo desterraban de la condición de amuleto de la buena suerte.
En estos días de familia ausente, el móvil tomaba una dimensión utilitaria mayor. En la vejez, en la competencia mental entre los buenos y malos pensamientos, ganan los últimos. El hijo, en larga misión profesional y al setentón le paseaban imágenes de accidentes en desfiladeros o rebeliones inauditas en aquel país relativamente pacífico. Al nieto en sabrosa excursión con los compañeros de año, lo veía en la cúspide de un tsunami del Pacífico aunque la playa estaba en el Atlántico. Estaba incapacitado para generar los beneficios financieros y profesionales del hijo y los amoríos del nieto con una espectacular damita. Si en un albur de las conexiones cerebrales producía estas elucubraciones favorables, vendrían acompañadas de miedos de estafas y asaltos al hijo y entrada de virus en la sangre del nieto por olvidar los preservativos en el acto final.
Y de contra, este mensaje de texto insípido. “Estoy bien”. Engendraba un misterio inescrutable. Le revolvía una sensación de inseguridad estomacal. Este “bien” podía contener innumerables significados  amarrados a la boca de quien salía. Bien se sentía el terrorista al activar la bomba cocida a su cuerpo porque lo hacía en nombre de un supuesto profeta vengativo. Bien era palabra saboreada por el estudiante al recibir la nota aprobatoria. Estos dos ejemplos tan diferentes, Le removieron las entendederas. Y le vino un recuerdo de la adolescencia lejana.
La abuela lo criticó aquel día. En la máquina de escribir le hacía una carta al padre en el extranjero. Esa abuela estaba avergonzada porque ese acto traslucía escasez sentimental. Insistía en la frialdad de aquella carta impulsada por letras de metal. Solo una misiva escrita a mano, a pluma, en letras de tamaño parejo, limpia de borrones, desbordaría el cariño sentido por un adolescente hacia su padre ausente. Por lo menos aquella abuela aprobaba el uso de la pluma de fuente en lugar de la pluma de cabo, tintero y secante de las fechas en que ella noviaba con el abuelo.
Si su abuela nacida en el XIX asumió los cambios con atisbos de reticencia, a el le tocaba en el XX descifrar las breves y crípticas palabras de los mensajes de texto, rezongando también.

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